Nota por El Amanecer: Lo siguiente es un extracto del capitulo “Tecnologías del sexo” del Manifiesto Contra-Sexual de Beatriz Preciado. En caso de que quieras leer completo su libro, descarga/lee aquí.
Tecnología y sexo son categorías estratégicas en el discurso antropológico europeo y colonialista, en el que la masculinidad se ha descrito en función de su relación con los aparatos tecnológicos, mientras que la feminidad se ha definido en función de la disponibilidad sexual. Pero la «reproducción sexual», en apariencia confinada a la naturaleza y al cuerpo de las mujeres, está «contaminada» desde el comienzo por las tecnologías culturales, tales como las prácticas específicas de la sexualidad, los regímenes de contracepción y de aborto, los tratamientos médicos y religiosos del parto, etc. Lyotard ha mostrado que, si bien en el discurso científico y antropológico la naturaleza y la tecnología son categorías que se oponen, ambas, en realidad, están ligadas íntimamente a la «procreación natural». Existe una complicidad entre las nociones de tecnología y de sexualidad que la antropología intenta ocultar pero que aletea incluso detrás de la etimología griega del término «techné». Las teorías aristotélicas de la procreación humana hablan del esperma como de un líquido que contiene «hombres in nuce», «homúnculos» que deben depositarse en el vientre pasivo de la mujer. Esta teoría, que no se refutó hasta el descubrimiento de los ovarios en el siglo XVII, entendía la procreación como una tecnología agrícola de los cuerpos en la que los hombres son los técnicos y las mujeres campos naturales de cultivo. Como ha insistido Lyotard, la expresión «techné» (forma abstracta del verbo «tikto», que quiere decir «engendrar», «generar») remite en griego al mismo tiempo a formas de producción artificial y de generación natural. La palabra griega para designar los generadores no es otra que «teknotes», y para designar el germen, «teknon»70• Como ejemplo paradigmático de contradicción cultural, la tecnología recurre, pues, a la vez a la producción artificial (donde techné = poiesis) y a la re¬producción sexual o «natural» (donde techné = generación).
La crítica feminista fue la primera que señaló y analizó este vínculo entre tecnología y reproducción sexual. A comienzos de los años setenta, el feminismo intentó escribir la historia política de la reapropiación tecnológica del cuerpo de las mujeres. La fuerza con la que el discurso feminista designó al cuerpo femenino como el producto de la historia política, y no simplemente de la historia natural, debe proclamarse como el comienzo de una de las mayores rupturas epistemológicas del siglo xx. Sin embargo, para numerosas feministas, la tecnología remite a un conjunto de técnicas (no solamente a los instrumentos y a las máquinas, sino también a los procedimientos y a las reglas que presiden sus usos desde las pruebas genéticas a la píldora pasando por la epidural-) que objetivan, controlan y dominan el cuerpo de las mujeres. Hasta Donna Haraway, los análisis feministas de la «tecnología» (como los de Barbara Ehrenreich, Gena Corea, Adrienne Rich, Mary Daly, Linda Gordon, Evelyn Fox Keller, etc.) redujeron las tecnologías de sexo a un cierto número de tecnologías reproductivas. La dificultad, con una andadura feminista de este tipo, es que cae en la trampa de la esencialización de la categoría de la mujer, la cual va generalmente a la par de la identificación del cuerpo de la mujer y de su sexualidad con la función de reproducción, y que pone generalmente el acento en los peligros (dominación, explotación, alienación..) que representan las tecnologías para el cuerpo de la mujer. Este tipo de feminismo habría dejado escapar las dos mejores ocasiones para una posible crítica de las tecnologías de la sexualidad. En primer lugar, centrado en un análisis de la diferencia femenina, pasará por alto el carácter construido del cuerpo y de la identidad de género masculinos. En segundo lugar, al demonizar toda forma de tecnología como aparato al servicio de la dominación patriarcal, este feminismo será incapaz de imaginar las tecnologías como posibles lugares de resistencia a la dominación. El feminismo que rechaza la tecnología como forma sofisticada de la dominación masculina sobre el cuerpo de las mujeres termina por asimilar cualquier forma de tecnología al patriarcado. Este análisis reconduce y perpetúa las oposiciones binarias naturaleza/cultura, femenino/masculino, reproducción/producción, así como una concepción de las tecnologías según la cual estas no son sino modos de control del cuerpo de las mujeres y de la reproducción. Según estas previsiones apocalípticas, la meta última de la tecnocracia masculina no sería solamente apropiarse del poder de procreación del vientre de las mujeres, sino, más todavía, reemplazar a las «mujeres biológicas» (buenas, naturales, inocentes… ) por «mujeres máquinas» gracias a las futuras biotecnologías de replicación, como la clonación o la fabricación de úteros artificiales71. En otra versión distópica high tech la de Andrea Dworkin- las mujeres acabarían por habitar «un burdel reproductivo», donde serían reducidas al estado de máquinas biológicas y sexuales al servicio de los hombres. La mayoría de estas críticas feministas reclama una revolución anti-tecnológica, donde los cuerpos de las mujeres se liberarían del poder coercitivo y represivo de los machos y de las tecnologías modernas para fundirse con la naturaleza. De hecho, la’ crítica feminista de los años setenta y ochenta desemboca en una doble renaturalización. Por un lado, con la reducción y la demonización de las tecnologías del sexo, el cuerpo de las mujeres se presenta como puramente natural, y el poder dominador de los hombres, transformado en técnicas de control y de posesión, se ejerce sobre lo que sería la capacidad más esencial de las mujeres: la reproducción. Esta se describe como una capacidad natural del cuerpo de las mujeres, la materia cruda sobre la que va a desplegarse el poder tecnológico. En este discurso, la mujer es la naturaleza y el hombre es la tecnología.
Por otro lado, con la desnaturalización feminista del género iniciada por Simone de Beauvoir, la mujer es el producto de la construcción social de la diferencia sexual. Este feminismo fracasa al no proceder a los análisis deconstructivistas del hombre y de la masculinidad en cuanto género, a su vez construido también tecnológica y socialmente. Si el eslogan de Beauvoir «no se nace mujer» ha presidido la evolución del feminismo en el siglo xx, hasta el giro post-feminista de los noventa nadie se aventurará con su declinación masculina, «no se nace hombre». La eterna canción del psicoanálisis lacaniano de los años setenta y ochenta en la que diferentes voces, del propio Lacan a Kristeva, se preguntaban escépticamente: «¿existe la mujer?» no conoció su correlato: «¿existe el hombre?» hasta la aparición recientemente de los «estudios post-humanos». De la misma manera, la declaración de guerra lanzada por Wittig en los ochenta: «las lesbianas no son mujeres» tuvo que esperar más de veinte años para verse seguida de su consecuencia más evidente: «los gays no son hombres». Mientras el feminismo esencialista se retraía sobre sí mismo en posiciones conservadoras en torno a la maternidad, la reproducción y el respeto de la diferencia femenina, por su parte el llamado feminismo constructivista, a pesar de ser intelectualmente mucho más ágil gracias a la articulación de las diferencias en torno a la noción de «género», habría también caído en una trampa. Primero, a fuerza de insistir en el hecho de que la feminidad sería el resultado artificial de toda una serie de procedimientos tecnológicos de construcción, la masculinidad, que no necesitaría someterse a su propio poder tecnológico, aparece ahora como paradójicamente natural. La masculinidad resultaría así la única naturaleza que permanece, mientras que la feminidad estaría sometida a un proceso incesante de construcción y modificación. El hecho de que la moda o la cirugía estética hayan tenido durante los dos últimos siglos como objeto prioritario el cuerpo femenino parecería confirmar esta tesis. El problema de este planteamiento es que considera que la tecnología viene a modificar una naturaleza dada, en lugar de pensar la tecnología como la producción misma de la naturaleza. Quizás el mayor esfuerzo de las tecnologías del género no haya sido la transformación de las mujeres, sino la fijación orgánica de ciertas diferencias. He llamado a este proceso de fijación «producción prostética del género».
Segundo, acentuando el carácter construido del género, en tanto que variable histórico cultural, el feminismo constructivista terminarla por reesencializar el cuerpo y el sexo, concebidos como el lugar donde la variación cultural choca con un límite natural infranqueable.
Escrito por Beatriz Preciado.
Extraído desde El Manifiesto Contra-Sexual, 2002.
Hola, buen artículo. Si os aporta, he creado esta web a modo de diario, donde iré relatando mis conocimientos y experiencias con la sexualidad, compartiendo con vosotr@s todos mis descubrimientos.
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