PRELIMINARES
I
Bajo las muecas hipnóticas de la pacificación oficial se libra una guerra. Una guerra de la que, a fuerza de ser total, ya no puede decirse que sea simplemente de orden económico, ni siquiera social o humanitaria. Mientras que todos y cada uno presienten que sus existencias tienden a devenir el campo de una batalla en el que neurosis, fobias, somatizaciones, depresiones y angustias son otros tantos toques de retirada, no hay nadie que logre captar ni su curso ni lo que está en juego. Paradójicamente, es el carácter total de esta guerra —total en sus medios no menos que en sus fines— el que le habría permitido en primer lugar cubrirse con una invisibilidad así.
Frente a las ofensivas de fuerza abierta, el Imperio prefiere los métodos chinos, la prevención crónica y la difusión molecular de la coacción en lo cotidiano. Aquí, la endovigilancia policial viene adecuadamente a relevar a la vigilancia general de la policía, y el autocontrol individual al control social. En última instancia, es la omnipresencia de la nueva policía lo que acaba por hacerla imperceptible.
II
Lo que está en juego en la guerra en curso son las formas-de-vida, es decir, para el Imperio, la selección, la gestión y la atenuación de las mismas. El dominio del Espectáculo sobre el estado de explicitación público de los deseos, el monopolio biopolítico de todos los saberes-poderes médicos, la contención de toda desviación por un ejército cada vez más nutrido de psiquiatras, coachs y otros benévolos “facilitadores”, el fichaje estético-policial de todos y cada uno con sus determinaciones biológicas, la incesante vigilancia más imperativa, más seguida, de los comportamientos, la proscripción plebiscitaria de “la violencia”, todo esto entra dentro del proyecto antropológico o, más bien, antropotécnico del Imperio. Se trata de perfilar a los ciudadanos.
Salta a la vista que impedir la expresión de las formas-de-vida —formas-de-vida no como algo que vendría a moldear desde el exterior una materia que sin ello sería informe, “la nuda vida”, sino por el contrario, como lo que afecta a cada cuerpo-en-situación con una cierta inclinación, con una moción íntima— no puede ser el resultado de una pura política de represión. Existe todo un trabajo imperial de distracción, interferencia y polarización de los cuerpos en torno a ciertas ausencias e imposibilidades. Su alcance es menos inmediato, pero también más duradero. Con el tiempo y por tantos efectos combinados, se termina por obtener el desarme deseado, especialmente inmunitario, de los cuerpos.
Los ciudadanos son menos los vencidos de esta guerra que aquellos que, negando su realidad, se han rendido desde el principio: lo que se les deja a modo de “existencia” es ya únicamente un esfuerzo de por vida para volverse compatibies con el Imperio. Pero para los otros, para nosotros, cada gesto, cada deseo, cada afecto encuentra a cierta distancia la necesidad de aniquilar al Imperio y sus ciudadanos. Cuestión de respiración y de amplitud de las pasiones. En esta vía criminal, nosotros tenemos el tiempo; no hay nada que nos empuje a buscar el enfrentamiento directo. Sería incluso dar pruebas de debilidad. Los asaltos serán lanzados, sin embargo, los cuales importarán menos que la posición desde la que se lancen, pues nuestros asaltos socavan las fuerzas del Imperio, mientras que nuestra posición socava su estrategia. Así, cuanto más crea acumular victorias, más profundamente se hundirá en la derrota y más irremediable será ésta. Ahora bien, la estrategia imperial consiste en primer lugar en organizar la ceguera en cuanto a las formas-de-vida, el analfabetismo en cuanto a las diferencias éticas; en hacer que el frente sea irreconocible, cuando no invisible; y en los casos más críticos, en maquillar la verdadera guerra mediante todo tipo de falsos conflictos.
Así, la reanudación de la ofensiva, por nuestro lado, exige hacer que el frente se vuelva de nuevo manifiesto. La figura de la Jovencita es una máquina de visión concebida para tal efecto. Algunos se servirán de ella para constatar el carácter masivo de las fuerzas de ocupación hostiles en nuestras existencias; otros, más vigorosos, para determinar la velocidad y la dirección de su progresión. En lo que cada quien hace se ve también lo que merece.
III
Entendámonos: el concepto de Jovencita no es, evidentemente, un concepto sexuado. No le cuadra menos al chulito de discoteca que a una árabe caracterizada de estrella del porno. El alegre jubilado de la compañía que reparte su ocio entre la Costa Azul y el despacho parisino donde aún tiene sus contactos, responde a él tanto como la single metropolitana demasiado volcada en su carrera de asesora para darse cuenta de que ya se ha dejado en ella quince años de su vida. ¿Y cómo daríamos cuenta de la secreta correspondencia que liga al homosexual branché-hinchado-empaquetado del Marais con la pequeña burguesa americanizada e instalada en los suburbios con su familia de plástico, si se tratara de un concepto sexuado?
En realidad, la Jovencita no es más que el ciudadano-modelo tal como lo redefine la sociedad mercantil a partir de la Primera Guerra Mundial, como respuesta explícita a la amenaza revolucionaria. En cuanto tal, se trata de una figura polar, que orienta el devenir más que predomina en él.
A comienzos de los años 20, el capitalismo se da perfecta cuenta de que no puede mantenerse como explotación del trabajo humano a no ser que también colonice todo lo que se encuentra más allá de la estricta esfera de la producción. Frente al desafío socialista, le será preciso socializarse también. Deberá entonces crear su cultura, su ocio, su medicina, su urbanismo, su educación sentimental y sus costumbres propias, así como la disposición a su renovación perpetua. Tal será el compromiso fordista, el Estado benefactor, la planificación familiar: el capitalismo socialdemócrata. A la sumisión por el trabajo, limitada debido a que el trabajador aún se distinguía de su trabajo, le sustituye actualmente la integración por medio de la conformidad subjetiva y existencial, es decir, en el fondo, por medio del consumo.
En principio formal, la dominación del Capital deviene poco a poco real. Desde ese momento, la sociedad mercantil irá a buscar sus mejores sostenes entre los elementos marginalizados de la sociedad tradicional — mujeres y jóvenes primero, homosexuales e inmigrantes después.
Gracias a quienes hasta ayer eran tenidos como minoría y que eran, por este motivo, los más ajenos, los más espontáneamente hostiles a la sociedad mercantil, pues no se plegaban a las normas de integración dominantes, ésta puede darse aires de emancipación. “Los jóvenes y sus madres —reconoce Stuart Ewen— proporcionan los principios sociales de la ética del consumidor al modo de vida ofrecido por los anuncios.” Los jóvenes, ya que la adolescencia es el “período de la vida definido por una relación de puro consumo con la sociedad civil” (Stuart Ewen, Capitanes de la conciencia). Las mujeres, ya que es precisamente la esfera de la reproducción, que aún dominaban ellas, la que en ese momento se trataba de colonizar. La Juventud y la Feminidad hipostasiadas, abstraídas y recodificadas como Jovenitud y Feminitud se verán desde ese instante elevadas al rango de ideales reguladores de la integración imperial-ciudadana. La figura de la Jovencita realizará la unidad inmediata, espontánea y perfectamente deseable de esas dos determinaciones.
La garçonne se impondrá como una modernidad mucho más escandalosa que todas las estrellas y starlettes que tan rápidamente invadirán el imaginario globalizado. Albertine, reencontrada sobre la esclusa de un balneario, con su vitalidad impertinente y pansexual, volverá caduco todo el ruinoso universo de En busca del tiempo perdido. La estudiante secundaria impondrá su ley en Ferdydurke. Ha nacido una nueva figura de la autoridad que desplaza a todas las demás.
IV
En este momento, la humanidad reformateada por el Espectáculo y biopolíticamente neutralizada cree desafiar a alguien al proclamarse “ciudadana”. Las revistas femeninas restituyen un perjuicio casi centenario al poner finalmente su equivalente a disposición de los hombres. Todas las figuras pasadas de la autoridad patriarcal, desde los políticos al patrón, pasando por el poli y llegando hasta la última de ellas, el papa, se han visto jovencitizadas.
Son muchos los signos en los que se reconoce que la nueva fisonomía del Capital, únicamente esbozada hasta el período de entreguerras, alcanza ahora su perfección. “Cuando se generaliza su carácter ficticio, la ‘antropomorfosis’ del Capital es un hecho consumado. Es entonces cuando se revela el misterioso sortilegio gracias al cual el crédito generalizado que rige todo intercambio (del billete de banco a la letra de cambio, del contrato de trabajo o de matrimonio a las relaciones ‘humanas’ o familiares, de los estudios, carreras y diplomas posteriores a las promesas de toda ideología: todos los intercambios son a partir de ahora intercambios de apariencias dilatorias) acuña a imagen de su vacío uniforme el ‘corazón de las tinieblas’ de toda ‘personalidad’ y de todo ‘carácter’. Es así como crece el pueblo del Capital, allí donde parece desaparecer toda distinción ancestral, toda especificidad de clase y de etnia. Éste es un hecho que no deja de maravillar a tantos ingenuos que aún están por ‘pensar’ con la mirada perdida en el pasado.” (Giorgio Cesarano, Cronica de un baile enmascarado) La Jovencita aparece como el punto culminante de esta antropomorfosis del Capital. El proceso de valorización, en su fase imperial, ya no es sólo capitalista: ahora coincide con lo social. La integración en este proceso, que ya no es distinto de la integración en la “sociedad” imperial y que ya no reposa sobre ninguna base “objetiva”, exige más bien de todos y cada uno que se autovaloricen permanentemente.
El momento de la socialización final de la sociedad, el Imperio, es por tanto también el momento en el que se llama a todo el mundo a relacionarse consigo mismo como valor, es decir, siguiendo la mediación central de una serie de abstracciones controladas. La Jovencita será, pues, ese ser que ya no tenga intimidad propia más que en cuanto valor y cuya actividad completa, en cada uno de sus detalles, concluya con su autovalorización. En cada instante se afirmará como el sujeto soberano de su propia reificación. Todo el carácter incuestionable de su poder, toda la aplastante seguridad de este ser-plano, tejido de forma exclusiva por las convenciones, códigos y representaciones fugitivamente en vigor, toda la autoridad de la que se impregna en el menor de sus gestos, todo esto es inmediatamente indexado sobre su transparencia absoluta para “la sociedad”.
A causa precisamente de su nada, cada uno de sus juicios tiene el peso imperativo de la organización social completa; y ella lo sabe.
V
La teoría de la Jovencita no surge de manera fortuita en el momento en que se consuma la génesis del orden imperial y en el que éste empieza a ser aprehendido como tal. Lo que sale a la luz se encamina hacia su término. Y es preciso que, por su parte, el partido de las Jovencitas se escinda.
A medida que se generaliza el formateo jovencitista, se endurece la competencia y decrece la satisfacción ligada a la conformidad. Se revela necesario un salto cualitativo; la urgencia impone equiparse con atributos tan nuevos como inéditos: hay que dirigirse a algún espacio todavía virgen. Una desesperación hollywoodense, una conciencia política de telediario, una vaga espiritualidad de carácter neobudista o un compromiso con cualquier proyecto colectivo para tranquilizar la conciencia servirán para resolver la cuestión. Así eclosiona, trazo a trazo, la Jovencita orgánica [bio]. La lucha por la supervivencia de las Jovencitas se identifica desde este momento con la necesidad de superación de la Jovencita industrial, con la necesidad de la transición a la Jovencita orgánica. Al contrario que su ancestro, la Jovencita orgánica ya no hace alarde del impulso de una emancipación cualquiera, sino de la obsesión seguritaria de la conservación. Y es que el Imperio está minado en sus cimientos y debe defenderse de la entropía. Llegado a la plenitud de su hegemonía, ya sólo puede derrumbarse. La Jovencita orgánica será entonces responsable, “solidaria”, ecológica, maternal, razonable, “natural”, respetuosa, más autocontrolada que falsamente liberada; en resumen: atrozmente biopolítica. Ya no imitará el exceso, sino por el contrario la mesura, en todo.
Como vemos, en el momento en que la evidencia de la Jovencita adquiere la fuerza de un lugar común, la Jovencita ya está superada, al menos en su aspecto primitivo de producción en serie groseramente sofisticada. Sobre esta coyuntura crítica de transición es sobre la que nosotros hacemos palanca.
VI
Salvo si hablamos en términos impropios —lo cual podría ser sin duda nuestra intención—, el fárrago de fragmentos que viene a continuación no constituye en modo alguno una teoría. Se trata de materiales acumulados al azar de los encuentros, la frecuentación y la observación de las Jovencitas; de lapsus extraídos de su prensa; de expresiones desordenadamente recolectadas en circunstancias a veces dudosas. Se reúnen aquí en rúbricas aproximativas, tal como se publicaron en Tiqqun 1; haría falta poner en ellos un poco de orden. La elección de exponer así, en su inacabamiento, en su origen contingente, en su exceso ordinario, elementos que, pulidos, recortados, afilados, habrían compuesto una doctrina completamente presentable, es una elección, en esta ocasión, de la trash theory. La astucia cardinal de los teóricos reside, en general, en el hecho de presentar el resultado de su labor de tal modo que el proceso mismo de elaboración ya no aparezca. Nosotros apostamos que, frente a la fragmentación de la atención bloomesca, esta astucia ya no funciona. Hemos elegido otra. Los espíritus inspirados por el confort moral o el vicio de la condena sólo hallarán en esta dispersión caminos que no llevan a ninguna parte. De lo que se trata es menos de convertir a las Jovencitas que de señalar todos los rincones de un frente fractalizado de jovencitización. Y de suministrar las armas de una lucha que se libra, paso a paso, golpe a golpe, allí donde te encuentres.
I. La Jovencita como fenómeno
La Jovencita es vieja ya por el hecho de saberse joven. En consecuencia, para ella siempre es cuestión de aprovechar este aplazamiento, es decir, de cometer los pocos excesos razonables, de vivir las pocas “aventuras” previstas para su edad, y esto con vistas al momento en que deberá sosegarse en la nada final de la edad adulta. Así pues, la ley social contiene en sí misma, durante el tiempo en que la juventud se pudre, sus propias violaciones, que, por lo demás, sólo son derogaciones.
A la Jovencita le encanta lo auténtico porque es una mentira.
La Jovencita masculina tiene de paradójico que es el producto de una suerte de “enajenación por contagio”. Si bien la Jovencita femenina aparece como la encarnación de un cierto imaginario masculino enajenado, la enajenación de dicha encarnación no tiene ella misma nada de imaginario. De forma completamente concreta, ha escapado de aquellos cuyos fantasmas poblaba para alzarse frente a ellos y dominarlos. A medida que la Jovencita se emancipa, eclosiona y prolifera, es un sueño que convierte en pesadilla lo más invasivo. Y es entonces su antiguo esclavo quien regresa en cuanto tal a tiranizar al amo de ayer. Por último, asistimos a ese epílogo irónico en el que el “sexo masculino” es víctima y objeto de su propio deseo enajenado.
“En verdad envidio que haya gentes bellas.”
La Jovencita es la figura del consumidor total y soberano; y se comporta como tal en todos los ámbitos de la existencia.
La Jovencita conoce muy bien el valor de las cosas.
Muy frecuentemente, antes de descomponerse de forma demasiado visible, la Jovencita se casa.
La Jovencita sólo es buena para consumir, ocio o trabajo, poco importa.
La intimidad de la Jovencita, al hallarse puesta en equivalencia con toda intimidad, ha devenido así algo anónimo, exterior y objetual.
La Jovencita nunca crea nada; se recrea en todo.
Al investir a los jóvenes y a las mujeres con una absurda plusvalía simbólica, al hacer de ellos los exclusivos portadores de los dos nuevos saberes esotéricos propios de la nueva organización social —el del consumo y el de la seducción—, el Espectáculo ha liberado sin duda a los esclavos del pasado, pero los ha liberado en calidad de esclavos.
La más extrema banalidad de la Jovencita consiste en comprarse algo “original”.
El carácter raquítico del lenguaje de la Jovencita, si bien implica un innegable estrechamiento del campo de la experiencia, en modo alguno constituye una discapacidad práctica, pues no está hecho para hablar, sino para complacer y repetir.
Habladuría, curiosidad, ambigüedad, se-dice, la Jovencita encarna la plenitud de la existencia impropia, tal como Heidegger despejó sus categorías.
La Jovencita es una mentira que tiene por apogeo su rostro.
Cuando el Espectáculo pregona que la mujer es el porvenir del hombre, es naturalmente de la Jovencita de quien quiere hablar, y el porvenir que predice remite únicamente a la peor esclavitud cibernética.
“¡ES EVIDENTE!”
La Jovencita consigue vivir con una decena de conceptos inarticulados por toda filosofía, conceptos que son inmediatamente categorías morales; es decir que toda la extensión de su vocabulario se reduce en definitiva a la pareja Bien/Mal. Ni qué decir tiene que, para poner el mundo al alcance de su mirada, es preciso simplificarlo de forma aceptable, y para permitir que su mirada viva feliz en él, producir un buen número de mártires; en primer lugar ella misma.
“Las imperfecciones físicas muy visibles, incluso si no afectan en modo alguno a la aptitud para el trabajo, debilitan socialmente a las personas a las que transforman en inválidos involuntarios del trabajo”
(Dr. Julius Moses, Afa-Bundeszeitung, febrero de 1929)
En la Jovencita, lo más ligero es también lo más penoso, lo más “natural” lo más falso, lo más “humano” lo más maquínico.
La adolescencia es una categoría recientemente creada por las exigencias del consumo de masas.
La Jovencita llama invariablemente
“felicidad” a todo aquello a lo que
se la encadena.
La Jovencita no es nunca sencillamente desgraciada, es también desgraciada por ser desgraciada.
En última instancia, el ideal de la Jovencita es doméstico.
El Bloom es la crisis de las sexuaciones clásicas y la Jovencita es la ofensiva mediante la cual la dominación mercantil habrá respondido a tal.
Del mismo modo que no hay castidad en la Jovencita, tampoco hay derroche. La Jovencita vive simplemente como extraña y ajena entre sus deseos, la coherencia de los cuales es regida por su Superyó mercantil. El tedio de la abstracción corre con la lefa.
No hay nada que la Jovencita no pueda introducir en el horizonte cerrado de su irrisoria cotidianidad: tanto la poesía como la etnología, tanto el marxismo como la metafísica.
“Albertine no es de lugar alguno y eso la hace muy moderna: revolotea, viene, va, de su ausencia de ataduras extrae una inestabilidad, un carácter imprevisible, que le dan su poder de libertad.”(Jacques Dubois, Para Albertine. Proust y el sentido de lo social)
Cuando se dirige de forma distintiva a la Jovencita, al Espectáculo no le repugna un poco de bathmología. Así, las boys band y las girls band tienen para todo significado de poner en escena el hecho de que ponen en escena. La mentira consiste aquí, por medio de tan grosera ironía, en presentar como mentira lo que no es sino la verdad de la Jovencita.
La Jovencita suele sufrir mareos, cuando el mundo deja de girar en torno a ella.
La Jovencita se concibe como detentadora de un poder sagrado: el poder de la mercancía.
“Adoro a los niños, son hermosos, honestos y huelen bien.”
La madre y la puta, en el sentido de Weininger, están igualmente presentes en la Jovencita. Pero la primera no la hace más digna de respeto que la segunda no la hace de reprobación. Con el transcurso del tiempo, podrá observarse incluso una curiosa reversibilidad de la una en la otra.
La Jovencita es fascinante al modo de todas esas cosas que expresan una clausura sobre sí mismas, una autosuficiencia mecánica o una indiferencia hacia el observador; así lo hacen el insecto, el lactante, el autómata o el péndulo de Foucault.
¿Por qué la Jovencita debe fingir siempre que lleva a cabo alguna actividad? Para mantenerse inexpugnable en su pasividad.
La “libertad” de la Jovencita rara vez va más allá del culto ostentatorio a las más irrisorias producciones del Espectáculo; tal libertad consiste esencialmente en oponer la huelga de celo a las necesidades de la enajenación.
El Porvenir de la Jovencita: nombre de un grupo de jovencitas “comunistas”, organizadas en el suburbio sur de París en 1936 por “la distracción, la educación y la defensa de sus intereses”.
La Jovencita quiere ser deseada sin amor o bien amada sin deseo. En cualquier caso, su desgracia está asegurada.
La Jovencita cuenta con HISTORIAS de amor.
Basta con recordar lo que entiende por la palabra “aventura” para hacerse una idea bastante justa de lo que la Jovencita puede temer de lo posible.
La vejez de la Jovencita no es menos repugnante que su juventud. De un extremo al otro, su vida no es más que un progresivo naufragio dentro de lo informe, y jamás la irrupción de un devenir. La Jovencita se pudre en los limbos del tiempo.
Respecto a la figura de la Jovencita, tanto las diferencias de edad como las de género son insignificantes. No hay edad para verse afectado de jovenitud, ni sexo que prohíba agregarse una piel de feminitud.
Al igual que esas revistas que se le destinan y que ella devora tan dolorosamente, la vida de la Jovencita se encuentra dividida y ordenada en otras tantas secciones, entre las cuales reina la más grande separación.
La Jovencita es aquello que, siendo sólo esto, obedece escrupulosamente a la distribución autoritaria de los roles.
El amor de la Jovencita es sólo un autismo para dos.
Eso que aún se llama virilidad no es ya sino el infantilismo de los hombres, del mismo modo que la feminidad es el infantilismo de las mujeres. Por lo demás, tal vez debería hablarse de virilismo y de “feminismo”, cuando tanto voluntarismo se mezcla con la adquisición de una identidad.
La misma obstinación desengañada que caracterizaba a la mujer tradicional, confinada hogareñamente en el deber de asegurar la supervivencia, se desarrolla hoy en día en la Jovencita, aunque esta vez emancipada tanto de la esfera doméstica como de todo monopolio sexuado. En lo sucesivo se expresará por todos lados: en su irreprochable impermeabilidad afectiva al trabajo, en la extrema racionalización que impondrá a su “vida sentimental”, en su forma de caminar, tan espontáneamente militar, en su forma de besar, de ponerse de pie o de teclear en su ordenador. Asimismo, no será muy distinto como lavará su coche.
“Resulta particularmente instructiva esta información que recojo de un gran almacén de Berlín: ‘A la hora de contratar personal de ventas y administrativo —dice un influyente caballero del departamento de personal— damos una gran importancia a un aspecto agradable’. Desde lejos recuerda un poco al actor Reinhold Schünzel en sus viejas películas. Le pregunto qué entiende él por esto, si se trato de ser picante o atractivo. ‘No exactamente atractivo. Lo que cuenta, usted comprenderá, es más bien una tez moralmente rosa…’
En efecto lo comprendo. Una tez moralmente rosa… Esta combinación de conceptos hace que se torne súbitamente transparente un día a día saturado de escaparates decorados, empleados asalariados y revistas ilustradas. Su moralidad debe estar teñida de rosa, su tez rosa impregnada de moralidad. Esto es lo que anhelan quienes se ocupan de la selección. Querrían recubrir la vida con un barniz que disimule su realidad, que no es de ningún modo rosa. ¡Ay si la moral se manifestase a través de la piel y el rosado no fuese lo suficientemente moral como para impedir la irrupción de los deseos…! Las profundidades tenebrosas de una moralidad sin maquillaje resultarían tan peligrosas para el orden establecido como un rosa que comenzara a arder fuera de toda moralidad. Con vistas a neutralizarse mutuamente, se los asocia estrechamente. El mismo sistema que impone los exámenes de aptitud engendra igualmente esa mezcla amable y gentil, y cuanto más progresa la racionalización, tanto más gana terreno ese maquillaje color rosa-moral. No se exagera mucho al afirmar que se elabora en Berlín un tipo uniforme de empleados que tiende hacia la coloración anhelada. Lenguaje, ropa, maneras y capacidad se uniformizan, y el resultado es precisamente esta apariencia agradable que la fotografía permite reproducir. Selección que se consuma bajo la presión de las relaciones sociales y que la economía refuerza despertando las necesidades correspondientes de los consumidores.
Los empleados toman parte de esto, quiéranlo o no. La afluencia a los muchos institutos de belleza responde también a preocupaciones existenciales y la utilización de productos cosméticos no siempre corresponde al ámbito del lujo. Por miedo a verse caducados, las mujeres y los hombres se tiñen el cabello, y los cuarentones hacen deporte para conservar la línea. ‘¿Qué debo hacer para embellecerme?’, reza el título de un revista que apareció recientemente en el mercado, la cual se jacta en su publicidad de mostrar cómo ‘parecer joven y hermoso de momento y de forma duradera’. La moda y la economía se benefician mutuamente. Ciertamente resultan raros quienes pueden recurrir a la cirugía estética. La mayoría cae en los grifos de los charlatanes y deben contentarse con preparativos tan ineficaces como económicos. En su interés, el ya mencionado diputado Dr. Moses lucha desde hace algún tiempo, en el Parlamento, para incorporar al seguro médico los cuidados necesitados por los defectos físicos. La reciente ‘Asociación de Médicos Estéticos de Alemania’ se sumó a esta justificada demanda.”
(Siegfried Kracauer, Los empleados, 1930)
La pérdida del sentido metafísico no se distingue, en la Jovencita, de la “pérdida de lo sensible” (Gehlen), en lo cual se verifica la extrema modernidad de su enajenación.
La Jovencita se mueve en el olvido del Ser no menos que en el olvido del acontecimiento.
Toda la incomprensible agitación de la Jovencita está gobernada, a imagen de esta sociedad en cada uno de sus puntos, por el desafío oculto de hacer efectiva una metafísica falsa e irrisoria cuya sustancia más inmediata es tanto la negación del paso del tiempo como también la ocultación de la finitud humana.
La Jovencita se parece a su foto.
En la medida en que su apariencia agota enteramente su esencia y su representación su realidad, la Jovencita es lo enteramente decible; así como lo perfectamente predecible y lo absolutamente neutralizado.
La Jovencita sólo existe en proporción al deseo que se tiene de ella y sólo se conoce por lo que de ella se dice.
La Jovencita aparece como el producto y la principal salida de la formidable crisis de excedentes de la modernidad capitalista. Es la prueba y el soporte de la persecución ilimitada del proceso de valorización cuando el proceso mismo de acumulación se descubre limitado (por la exigüidad del planeta, la catástrofe ecológica o la implosión de lo social).
La Jovencita se complace en recubrir con un segundo grado falsamente provocativo el primer grado económico de sus motivaciones.
Toda la libertad de circulación de la que goza la Jovencita no le impide en absoluto ser una prisionera, manifestar en cualquier circunstancia los automatismos de alguien encerrado.
La forma de ser de la Jovencita consiste en no ser nada.
Llegar a “tener éxito en la vida sentimental y en la vida profesional a la vez”: algunas Jovencitas ostentan este lema como una ambición digna de respeto.
El “amor” de la Jovencita es sólo una palabra en el diccionario.
La Jovencita no exige solamente que la protejas, ella quiere además poder educarte.
El eterno retorno de las mismas modas basta para convencerse de ello: la Jovencita no juega con las apariencias, son las apariencias las que se la juegan.
Más aún que la Jovencita femenina, la Jovencita masculina manifiesta con su musculatura de bisutería todo el carácter de absurdo, es decir, de sufrimiento, de lo que Foucault llamaba “la disciplina de los cuerpos”: “La disciplina aumenta las fuerzas del cuerpo (en términos económicos de utilidad) y disminuye esas mismas fuerzas (en términos políticos de obediencia). En pocas palabras: disocia el poder del cuerpo; por una parte, hace de este poder una “aptitud”, una “capacidad” que trata de aumentar; e invierte, por otra parte, la energía, la potencia que de ello podría resultar, y la convierte en una relación de sujeción estricta.” (Michel Foucault, Vigilar y castigar)
“¡Oh, la jovencita, ese receptáculo de secretos vergonzosos, sellado por su propia belleza!”
(Gombrowicz, Ferdydurke, 1937)
No hay, sin lugar a dudas, sitio en el que uno se sienta tan gravemente solo como entre los brazos de la Jovencita.
Cuando la Jovencita se abandona a su insignificancia, aún obtiene alguna gloria y es que “se divierte”.
“Esto justamente era lo que me hechizaba en ella, la madurez y soberanía en la juventud, la seguridad de estilo. Mientras a nosotros, en la escuela, nos salpicaban sin cesar diversos granitos e ideales, mientras la indolencia nos perseguía en nuestros movimientos y, a cada paso, nos acechaba una metedura de pata, su extérieur era magníficamente acabado. La juventud no era para ella una edad transitoria: para una moderna, la juventud representaba el único período verdadero de la existencia humana […] Su juventud no necesitaba ningún ideal porque por sí sola era ella un ideal.”
(Gombrowicz, Ferdydurke)
La Jovencita jamás aprende nada. No está aquí para eso.
La Jovencita sabe demasiado bien lo que quiere en detalle como para querer cualquier cosa en general.
“¡No me toques el bolso!”
El triunfo de la Jovencita tiene su origen en el fracaso del feminismo.
La Jovencita no habla, al contrario: es hablada por el Espectáculo.
La Jovencita porta la máscara de su rostro.
LA JOVENCITA REDUCE TODA GRANDEZA AL NIVEL DE SU CULO.
La Jovencita es un depurador de negatividad, un perfilador industrial de unilateralidad. En todo separa lo negativo de lo positivo y sólo conserva, por lo general, uno de los dos. De ahí que no crea en las palabras, que efectivamente no tienen, en su boca, ningún sentido. Para convencerse de esto basta con ver lo que ella entiende por “romántico” y que al final de cuentas tiene tan poco que ver con Hölderlin.
“De aquí que convenga considerar el nacimiento de la ‘jovencita’ como la construcción de un objeto, en la cual confluyen diferentes disciplinas (de la medicina a la psicología, de la educación física a la moral, de la fisiología a la higiene).”
(Jean-Claude Caron, El cuerpo de las jovencitas)
La Jovencita querría que la simple palabra “amor” no implicara el proyecto de destruir esta “sociedad”.
¡AH, EL CORAZÓN!
“¡No hay que mezclar el curro con los sentimientos!” En la vida de la Jovencita, los opuestos inactivados y reducidos a la nada se completan, pero no se contradicen en modo alguno.
El sentimentalismo y el materialismo de la Jovencita no son sino dos aspectos solidarios, aunque opuestos en apariencia, de su nada central.
La Jovencita se complace en hablar con emoción de su infancia para sugerir que aún no la ha superado, que en el fondo sigue siendo ingenua. Como todas las putas, sueña con el candor. Pero a diferencia de estas últimas, ella exige que se la crea, y que se la crea sinceramente. Su infantilismo, que no es finalmente sino un integrismo de la infancia, hace de ella el vector más retorcido de la infantilización general.
Los sentimientos más mezquinos aún tienen para la Jovencita el prestigio de su sinceridad.
La Jovencita ama sus ilusiones del mismo modo que ama su reificación: proclamándolos.
La Jovencita conoce todo como desprovisto de consecuencias, incluido su sufrimiento.
Todo es divertido, nada es grave.
Todo es cool, nada es serio.
La Jovencita quiere ser reconocida no por lo que ella sería, sino por el simple hecho de ser. Quiere ser reconocida en lo absoluto.
La Jovencita no está aquí para que se la critique.
Cuando la Jovencita ha llegado al límite de edad del infantilismo, momento en el que se vuelve imposible no plantearse la cuestión de los fines bajo pena de encontrarse de golpe corta de medios (lo cual en esta sociedad puede sobrevenir bastante tarde), ella se reproduce. La paternidad y la maternidad constituyen una forma como cualquier otra, y no menos vaciada de sustancia que todas las demás, de permanecer BAJO EL IMPERIO DE LA NECESIDAD.
La Jovencita adopta sobre cualquier asunto, ya sea ella misma o el curso del mundo, el punto de vista de la psicología. Es así como puede presentar una cierta consciencia de su reificación, consciencia ella misma reificada por estar cortada de todo gesto.
La Jovencita conoce las perversiones estándar.
“¡DE LO MÁS SIMPÁTICO!”
La Jovencita tiene interés en el equilibrio, lo que la aproxima menos al bailarín que al experto-contador.
La sonrisa jamás ha servido de argumento. También las calaveras tienen su sonrisa.
La afectividad de la Jovencita sólo está hecha de signos, y en ocasiones incluso de simples señales.
Dondequiera que el ethos se echa en falta o se descompone, la Jovencita aparece como portadora de las costumbres fugaces e incoloras del Espectáculo.
No hay que dar por supuesto que la Jovencita te comprenda.
La predilección de la Jovencita por los actores y las actrices se explica de acuerdo a las leyes elementales del magnetismo: en tanto que ellos son la ausencia positiva de toda cualidad, la nada que adquiere todas las formas, ella es sólo la ausencia negativa de cualidad. Por eso, cual su reflejo, el actor es lo mismo que la Jovencita, y su negación.
La Jovencita concibe el amor cono una actividad particular.
La Jovencita lleva en su risa toda la desolación de las discotecas.
La Jovencita es el único insecto que acepta la entomología de las revistas femeninas.
Idéntica en esto a la desgracia, una Jovencita nunca viene sola.
Ahora bien, dondequiera que dominen las Jovencitas, su gusto debe dominar también; y he aquí lo que determina el gusto de nuestro tiempo.
La Jovencita es la forma más pura de las relaciones reificadas; es, pues, su verdad. La Jovencita es el condensado antropológico de la reificación.
El Espectáculo remunera generosamente, si bien de forma indirecta, la conformidad de la Jovencita.
En el amor más que en cualquier otro ámbito, la Jovencita se comporta como un contador. Sospecha siempre que ama más de lo que es amada y que da más de lo que recibe.
Hay entre las Jovencitas una comunidad de gestos y de expresiones que no resulta conmovedora.
La Jovencita es ontológicamente virgen, virgen de toda experiencia.
La Jovencita puede dar pruebas de amabilidad; siempre que uno sea verdaderamente desgraciado; éste es un aspecto de su resentimiento.
La Jovencita no concibe el paso del tiempo, a lo sumo se conmueve por sus “consecuencias”. ¿Cómo podría, si no, hablar del envejecimiento con tal indignación, como si se tratara de un delito cometido contra ella?
Incluso cuando no busca seducir, la Jovencita actúa como seductora.
Hay algo de profesional en todo lo que hace la Jovencita.
La Jovencita nunca deja de jactarse de tener el “Sentido Práctico”.
En la Jovencita es incluso el más plano de los moralismos lo que se da aires de chica de vida alegre.
La Jovencita tiene la severidad de la economía. Y sin embargo, la Jovencita no ignora nada tanto como el abandono.
La Jovencita es toda la realidad de los códigos abstractos del Espectáculo.
La Jovencita ocupa el nodo central del presente sistema de deseos.
Cada experiencia de la Jovencita se retira incesantemente en la representación previa que se hacía de ella. La Jovencita no conoce todo el desbordamiento de la concreción, toda la parte viva del paso del tiempo y de las cosas más que en calidad de imperfecciones, de adulteración de un modelo abstracto.
La Jovencita es el resentimiento que sonríe.
Hay seres que provocan el deseo de morir lentamente ante sus ojos, pero la Jovencita sólo incita las ganas de vencerla y disfrutar de ella.
La Jovencita no se empareja por un arrebato hacia el otro, sino para huir de su insoportable nada.
La supuesta liberación de las mujeres no ha consistido en su emancipación de la esfera doméstica, sino más bien en la extensión de dicha esfera a la sociedad entera.
Ante cualquiera que pretenda hacerla pensar, la Jovencita nunca tardará en pincharse de realismo.
En la medida en que lo que esconde no es su secreto, sino su vergüenza, la Jovencita detesta lo imprevisto, sobre todo cuando no está programado.
“Estar enamorada: una droga que reduce el estrés”
La Jovencita no ha dejado de repetirlo: quiere ser amada por ella misma, es decir, por el no-ser que ella es.
La Jovencita es la introyección viva y continua de todas las represiones.
El “yo” de la Jovencita es grueso como una revista.
Nada, en la conducta de la Jovencita, tiene en sí mismo su razón; todo se dispone conforme a la definición dominante de la felicidad. La extrañeza de sí de la Jovencita raya en la mitomanía.
En última instancia, la Jovencita fetichiza “el amor”, para no tener que elevarse a la consciencia de la naturaleza íntegramente condicionada de sus deseos.
“¡No me importa ser libre, mientras sea feliz!”
“LA QUÍMICA DE LA PASIÓN: Hoy en día todo se explica, ¡hasta el hecho de enamorarse! Adiós al romanticismo, pues dicho ‘fenómeno’ no sería más que una serie de reacciones químicas.”
En su divorcio, el amor y el culo de la Jovencita han devenido dos abstracciones vacías.
“El modelo de los héroes cinematográficos se interpone como un espectro en el abrazo de los adolescentes e incluso cuando los adultos cometen adulterio.”
(Horkheimer/Adorno, Dialéctica de la ilustración)
La Jovencita nada en el déjà-vu. En ella, lo vivido por primera vez es siempre una segunda vez de la representación.
Naturalmente, en ninguna parte ha habido “liberación sexual” —¡menudo oxímoron!—, sino tan sólo la pulverización de todo lo que suponía obstáculo para una movilización total del deseo con vistas a la producción mercantil. La “tiranía del placer” no incrimina al placer, sino a la tiranía.
La Jovencita tiene en consideración los sentimientos.
En el mundo de la Jovencita, el coito aparece como la sanción lógica de toda experiencia.
La Jovencita está “satisfecha de vivir”, al menos eso es lo que ella dice.
La Jovencita sólo establece relaciones sobre la base de la más estricta reificación y de la mala sustancialidad, donde uno está seguro de que aquello que une no hace más que separar.
La Jovencita es optimista, radiante, positiva, alegre, entusiasta, feliz; en otros términos, sufre.
La Jovencita se produce dondequiera que el nihilismo comienza a hablar de felicidad.
La Jovencita no tiene nada de especial; en esto precisamente consiste su “belleza”.
La Jovencita es una ilusión óptica. Desde lejos, es un ángel y de cerca, una bestia.
La Jovencita no envejece, se descompone.
En términos generales, sabemos lo que la Jovencita piensa del cuidado.
La educación de la Jovencita sigue el curso inverso a todas las demás formas de educación: para empezar, la perfección inmediata, innata de la juventud; después, los esfuerzos para mantenerse a la altura de esa nulidad primera; y, finalmente, la debacle ante la imposibilidad de volver más acá del tiempo.
Vista de lejos, la nada de la Jovencita parece relativamente habitable y, por momentos, incluso confortable.
“Amor, Trabajo, Salud”
La “belleza” de la Jovencita no es nunca una belleza particular o que le sería propia. Es, por el contrario, una belleza sin contenido, una belleza absoluta y libre de toda personalidad. La “belleza” no es sino la forma de la nada, la forma de aparición asociada a la Jovencita. Y ésta es la razón de que pueda hablar sin atragantarse de “la” belleza, pues la suya no es jamás la expresión de una singularidad sustancial, sino una pura y fantasmagórica objetividad.
“La confusión ideológica fundamental entre la mujer y la sexualidad […] sólo hoy adquiere toda su amplitud, puesto que la mujer, ayer sometida en cuanto sexo, hoy está ‘LIBERADA’ en cuanto sexo […] Las mujeres, los jóvenes, el cuerpo, cuya aparición después de milenios de servidumbre y de olvido constituye en efecto la virtualidad más revolucionaria y, por lo tanto, el riesgo más fundamental para cualquier orden establecido, se presentan integrados y recuperados como ‘mito de emancipación’. A las mujeres se les da a consumir la Mujer, a los jóvenes los Jóvenes y, en esta emancipación formal y narcisista, se consigue exorcizar [conjurer] su liberación real.”
(Jean-Trissotin Baudrillard, La sociedad de consumo)
La Jovencita ofrece un modelo no-equívoco del ethos metropolitano: una consciencia refrigerada que vive bajo exilio dentro de un cuerpo plastificado.
“¡De lo más genial!” En lugar de decir “muy”, la Jovencita dice “de lo más”, cuando de hecho ella es tan poco.
II. La Jovencita como técnica de sí
“El placer,
¿qué es eso?”
No hay nada, en la vida de la Jovencita, ni siquiera en las zonas más ocultas de su intimidad, que escape a la reflexividad enajenada, a la codificación y a la mirada del Espectáculo. Esta intimidad atiborrada de mercancías está entregada por entero a la publicidad, socializada por entero, pero socializada en cuanto intimidad, es decir que está sometida de un extremo a otro a un común facticio que no le permite decirse. En la Jovencita, lo más secreto es también lo más público.
El cuerpo le estorba a la Jovencita; es su mundo y su prisión.
La fisiología de la Jovencita es el glacis ofensivo de su mala sustancialidad.
La Jovencita desea a la Jovencita. La Jovencita es el ideal de la Jovencita.
“¿CANSADA DE LOS MACHOS? ¿POR QUÉ NO PROBAR CON UN HOMBRE-OBJETO?”
La retórica de la guerra de los sexos, y en consecuencia, de momento, de la revancha de las mujeres, opera como la astucia última mediante la cual la lógica viril habría vencido a las mujeres sin que éstas se dieran cuenta: encerrándolas, a expensas de una simple inversión de los roles, dentro de la alternativa sumisión/dominación, con exclusión de cualquier otra cosa.
“¿Qué exige la mortificación del cuerpo? Que alimentemos un odio santo e implacable hacia nuestro cuerpo.” (Instrucciones Espirituales para las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, 1884)
La Jovencita procura expresar la clausura autorreferencial sobre sí misma y la ignorancia sistemática de la falta. Es por esto que no tiene defectos, del mismo modo que carece de perfección.
En la prehistoria un tanto reciente en la que había revistas femeninas sólo para las mujeres, corrió el rumor de primavera de que aquéllas tenían sobre sus lectoras un efecto depresivo. Se oyó decir por aquí y por allá lo que se convirtió en el último chisme de la época con base en un “estudio científico estadounidense”: que cuando una mujer cerraba una de esas revistas, se encontraba sensiblemente más triste que antes de abrirla — en efecto, producía menos serotonina. Y es cierto, para cualquiera que haya intentado sorprender a una Jovencita en tal ejercicio, que existe en este punto un aire de preocupación, una seriedad angustiada y una especie de prisa al girar las páginas como se desgranaría el rosario de una religión detestada. Parece que el acto de contrición, en la religión biopolítica del Imperio, ciertamente ha sobrevivido, sencillamente deviniendo más inmanente.
“¡Hago lo que quiero con mi cabello!”
La Jovencita reinvierte metódicamente todo aquello de lo que ha sido liberada en pura servidumbre (sería bueno, por ejemplo, preguntarse lo que la mujer actual, que es una especie bastante terrible de Jovencita, ha hecho de la “libertad” que los combates del feminismo ganó para ella).
La Jovencita es un atributo de su propio programa, en el que todo debe ordenarse.
“A mis doce años he tomado la decisión de ser bella.”
La naturaleza tautológica de la belleza de la Jovencita se debe a que no contempla alteridad alguna, sino solamente su representación ideal. Así es como expulsa a su presunto destinatario hacia unos límites terribles, aunque él sea libre de creer estúpidamente que ella le está reservada. La Jovencita instaura pues un espacio de poder tal que, al final de cuentas, no existe medio alguno para aproximarse.
La Jovencita tiene una sexualidad en la exacta medida en que toda sensualidad le es ajena.
“En consecuencia, la biologización del sexo en particular y del cuerpo en general erigirá el cuerpo de la jovencita como laboratorio ideal de la mirada médica.”
(Jean-Claude Caron, El cuerpo de las jovencitas)
La “juventud” y la “feminidad” de la Jovencita —en realidad su jovenitud y su feminitud— son aquello mediante lo cual el control de las apariencias se intensifica como disciplina de los cuerpos.
El culo de la Jovencita basta para fundamentar su sentimiento de una incomunicable singularidad.
La Jovencita es tan psicóloga… Ha logrado volverse tan plana como el objeto de la psicología.
La Jovencita es aquel para quien forma parte de su propio ser reducir la tragedia metafísica de la finitud a una simple cuestión de orden técnico: ¿cuál es la crema antiarrugas más eficaz? La característica más conmovedora de la Jovencita es, sin duda, ese esfuerzo maniaco para alcanzar, en la apariencia, una impermeabilidad definitiva tanto en el tiempo como en el espacio, tanto en su medio como en su historia, para estar impecable siempre y en cualquier lugar.
La ética protestante, venida a menos con el fin de la “moral de los productores” tanto como principio general del funcionamiento de la sociedad cuanto como norma de comportamiento, se ha visto al mismo tiempo, y de manera acelerada desde la Segunda Guerra Mundial, recuperada enteramente a escala individual: desde entonces gobierna de forma masiva la relación que los hombres mantienen enteramente con sus cuerpos, con sus pasiones, con su vida, los cuales economizan.
Sin duda porque el erotismo se le presenta a la Jovencita en toda la incuestionable positividad que se asocia inevitablemente a la sexualidad y porque la propia transgresión se ha transformado en una norma tranquila, aislable y cifrada, el coito no forma parte de esas cosas que, en las relaciones que uno mantiene con la Jovencita, permiten avanzar fuera de una cierta exterioridad, sino por el contrario de aquellas cosas que te solidifican en dicha exterioridad.
“Unos senos nuevos para mis 18 años”
Es un regalo muy amargo esa “juventud” con la que el Espectáculo ha gratificado a la Jovencita, pues esa “juventud” es aquello que, incesantemente, se pierde.
Lo que vive no necesita decirse aparte. Lo que se muere disipa en el ruido la evidencia de su fin próximo. Sin duda es la agonía de las sexuaciones clásicas, es decir su base material, lo que testimonio en la Jovencita la afirmación a ultranza de su sexuación. El espectro del Hombre y de la Mujer acosas las calles de la metrópolis. Sus músculos salen del gimnasio y sus senos son de silicona.
Entre la Jovencita y el mundo hay un escaparate. Nada toca a la Jovencita y la Jovencita no toca nada.
De la identidad de la Jovencita no hay nada que le pertenezca propiamente, su “juventud” aún menos que su “feminidad”. No es ella quien posee los atributos, sino los atributos los que la poseen y los que generosamente se le han prestado.
La Jovencita persigue la salud como si se tratara de la salvación.
El sentimiento de sí como CARNE, como un montón de órganos diversamente trufado de óvulos o flanqueado de cojones, es el fondo sobre el cual se destaca la aspiración de la Jovencita, y más tarde su fracaso, para darse forma o cuando menos para simular una. Este sentimiento no es solamente una consecuencia vivida de las aberraciones de la metafísica occidental —que quisiera que lo informe preceda a la forma, dada desde el exterior—, es también lo que la dominación mercantil debe perpetuar a cualquier precio; y que ésta produce permanentemente mediante la puesta en equivalencia de todos los cuerpos, mediante la denegación de las formas-de-vida, mediante el ejercicio continuo de una confusión indiferenciante. La pérdida del contacto consigo mismo y el aplastamiento de toda intimidad consigo que determinan el sentimiento de sí como CARNE, constituyen las condiciones sine qua non de la adopción renovada de las técnicas de sí que el Imperio ofrece al consumo. El índice de penetración de toda la pacotilla mercantil se lee en la intensidad del sentimiento de sí como CARNE.
LA INSOPORTABLE PROPIEDAD DE LOS CUERPOS.
El sentimiento de la contradicción entre su existencia en cuanto ser social y su existencia en cuanto ser singular, que desgarra al Bloom, no atraviesa a la Jovencita, que no tiene existencia singular y aún menos sentimientos en general.
“Yo & mis senos, mi ombligo, mis nalgas, mis piernas: EL DIARIO DE MI CUERPO.”
La Jovencita es el carcelero de sí misma, prisionera de un cuerpo hecho signos en un lenguaje hecho de cuerpos.
“¡Oh, este culto, esta obediencia, esta servidumbre de la jovencita frente a la imagen de la colegiala y a la imagen de la moderna! […] ¡Oh, la esclavitud hasta la autoaniquilación frente al estilo, oh, la obediencia de la jovencita!” (Gombrowicz, Ferdydurke)
“El instinto profundamente arraigado entre las mujeres que las empuja a utilizar perfumes es la manifestación de una ley de la biología. El primer deber de una mujer es resultar atractiva… Poco importa su grado de inteligencia o de independencia, si no consigues influir, de forma consciente o no, en los hombres a los que conoces, no cumples con tu deber fundamental de mujer…” (Anuncio de perfume en los Estados Unidos, años 20)
La Jovencita concibe su propia existencia como un problema de gestión que espera de ella su resolución.
Antes de designar una relación con el otro, una relación social o una forma de integración simbólica, la Jovencita designa una relación consigo misma, es decir, con el tiempo.
Contra toda apariencia, la Jovencita no se ocupa de sí misma. No es, hablando con propiedad, egoísta, ni siquiera egocéntrica, y es por este motivo central que su “yo” es también otro. Aquello a lo que consagra todos los cuidados de una piedad intransigente es para ella, de hecho, una realidad exterior: su “cuerpo”.
La aplicación de la forma-capital a cualquier cosa —capital salud, capital sol, capital simpatía, etc.—, y del modo más singular al cuerpo, significa que la mediación por la totalidad social enajenada se ha introducido en unas relaciones hasta entonces regidas por la inmediatez.
En la Jovencita, la tensión entre convención y naturaleza se ha diluido aparentemente en la aniquilación del sentido de cada uno de estos términos, de modo que el primero no parece violentar nunca al segundo.
La Jovencita es como el capitalismo, los criados y los protozoarios: sabe adaptase y en suma se vanagloria de ello.
Al contrario de lo que ocurre en las sociedades tradicionales, que reconocen la existencia de cosas abyectas y las exponen en cuanto tales, la Jovencita niega su existencia, y las disimula.
La apariencia de la Jovencita es la Jovencita misma; entre ambas no hay nada.
Como todos los esclavos, la Jovencita se cree mucho más vigilada de lo que en realidad está.
La ausencia de sí de la Jovencita no queda desmentida por ninguno de los “cuidados” que parece procurarse.
Para su gusto, la Jovencita nunca es lo bastante plástica.
A la Jovencita no le gustan las arrugas; las arrugas no son apropiadas; las arrugas son la escritura de la vida; la vida no es apropiada. La Jovencita teme tanto a las arrugas como, por lo demás, a toda EXPRESIÓN verdadera.
A guisa de consciencia de sí, la Jovencita no tiene más que un vago sentimiento de la vida.
Para la Jovencita, la nuda vida tiene todavía función de ropa.
La Jovencita vive secuestrada en su propia “belleza”.
La Jovencita no ama, se ama amando.
“Zen, speed, orgánico: 3 regímenes modos de vida”
La Jovencita nunca llega a exigir que las fugitivas convenciones a las que se somete tengan un sentido.
La Jovencita comprende toda relación conforme al modelo del contrato, y más precisamente, de un contrato revocable en todo momento en función de los intereses de los contratantes. Se trata de un mercadeo en torno al valor diferencial de cada cual en el mercado de la seducción, en el que es preciso, finalmente, que alguno se embolse los dividendos.
“¿ESTÁ USTED A GUSTO CON SU CUERPO? ¿Su joven carcasa adornada de graciosas curvas está bien mantenida? ¿Su constitución es sólida? ¿Es sedoso su revestimiento? En pocas palabras, ¿está usted en buen estado?”
La Jovencita se produce cotidianamente en cuanto tal mediante la reproducción maniaca del ethos dominante.
“Cómo ganar diez años con un buen modo de vida”.
Recientemente, una multinacional de cosméticos lanzaba con un gran despliegue publicitario una crema antiarrugas que respondía al nombre de Éthique. Con esto quería dar a entender en un solo movimiento que no hay nada tan ético como untarse mierda al despertar para conformarse al imperativo categórico de la jovenitud y, al mismo tiempo, que no podría haber otro ethos que el de la Jovencita.
La “belleza” es el modo de develamiento propio a la Jovencita en el Espectáculo. Es por esto que la Jovencita es también un producto genérico que incorpora toda la abstracción de quien se ve obligado a dirigirse a un cierto segmento del mercado sexual, en el seno del cual todo se asemeja.
EL CAPITALISMO HA CREADO VERDADERAMENTE RIQUEZAS, PUES LAS HA ENCONTRADO ALLÍ DONDE NADIE LAS VEÍA. ES ASÍ COMO, POR EJEMPLO, CREÓ LA BELLEZA, LA SALUD O LA JUVENTUD EN CUANTO RIQUEZAS, ES DECIR, EN CUANTO CUALIDADES QUE TE POSEEN.
La Jovencita jamás está satisfecha con su sumisión a la metafísica mercantil, ni con la docilidad de todo su ser, y visiblemente su cuerpo, a las normas del Espectáculo. Es por esto que siente la necesidad de exhibirlo.
“Me han herido en lo que más aprecio: mi imagen.” (Silvio Berlusconi)
La Jovencita vive siempre-ya en pareja: con su imagen.
La Jovencita confirma el alcance fisiológico de la semiocracia mercantil.
“¿Cuánta belleza posee usted? No, la belleza no es una apreciación subjetiva. A diferencia del encanto, una noción bastante más fluida, la belleza se calcula en centímetros, se divide en fracciones, se pesa, se examina con lupa, se evalúa en mil detalles traicioneros. ¡¡¡Así que deje de esconderse tras principios hippies del tipo ‘lo que cuenta es la belleza interior’, ‘yo tengo mi estilo’, y atrévase a jugar en la liga de los grandes!!!”
La belleza de la Jovencita es producida/producto. A ella misma no le repugna decirlo: “la belleza no cae del cielo”; es decir que es el fruto de un trabajo.
El autocontrol y la autocoacción de la Jovencita se obtienen mediante la introyección de dos “necesidades” incuestionables: la reputación y la salud.
“Hoy en día, no sufrir no es más un lujo, es un derecho.”
Oficialmente, la Jovencita ha preferido devenir una cosa que siente a ser un Bloom que sufre.
La Jovencita persigue la perfección plástica bajo todas sus formas, especialmente la suya.
Desde la musculación hasta las cremas antiarrugas, pasando por la liposuccion, por todos lados se da en la Jovencita el mismo encarnizamiento para hacer abstracción de su cuerpo, y de su cuerpo una abstracción.
“Todo lo que una puede hacer para reconciliarse con su imagen.”
Por muy amplio que sea su narcisismo, la Jovencita no se ama a sí misma; lo que ama es “su” imagen, es decir, algo que no solamente le es ajeno, extraño y exterior, sino que, en el sentido pleno del término, la posee. La Jovencita vive bajo la tiranía de este ingrato amo.
La Jovencita es, en primer lugar, un punto de vista sobre el paso del tiempo, pero un punto de vista que se ha encarnado.
III. La Jovencita como relación social
La Jovencita es la relación social elemental, la forma central del deseo del deseo, en el Espectáculo.
Y mientras tanto, el amor se ha sumido en el más infecto de los juegos de roles espectaculares.
La Jovencita jamás se da a sí misma; da lo que tiene, es decir, el conjunto de las cualidades que se le prestan. Es por esto, también, que no es posible amar a la Jovencita, sino solamente consumirla.
“NO ES CUESTIÓN DE ENCARIÑARSE, ¿SABES?”
La seducción es un aspecto del trabajo social, aquel de la Jovencita.
La impotencia o la frigidez de la Jovencita manifiestan de forma concreta que su propia potencia erótica se ha separado de ella y se ha autonomizado hasta dominarla.
Cuando la Jovencita suelta sus risitas, trabaja todavía.
La reificación de la Jovencita ocupa tan bien su lugar en el mundo de la mercancía autoritaria que debe ser considerada como su competencia profesional fundamental.
La sexualidad es tanto más central para la Jovencita cuanto que cada uno de sus coitos es insignificante.
Y son realistas hasta en el amor.
La Jovencita no se contenta con creer que la sexualidad existe, ella jura que la ha encontrado. A dioses nuevos, supersticiones nuevas.
“¿Qué es tener buen sexo?”
Nunca olvides que la Jovencita que te ama también te ha escogido.
“Las penas de amor permiten perder tres kilos.”
Para la Jovencita, la seducción nunca tiene fin, es decir que la Jovencita llega a su fin con la seducción.
Toda relación con la Jovencita consiste en ser escogido de nuevo a cada instante. Aquí, como en el trabajo, se impone la misma precariedad contractual.
La Jovencita no ama a nadie, es decir que sólo ama la impersonalidad del se. Logra descubrir el Espectáculo en dondequiera que éste esté, y allí donde lo encuentre lo adora.
Pues en el Espectáculo es incluso la “unión carnal” lo que viene oportunamente a acrecentar la separación.
“CREER EN LA BELLEZA”
La “dictadura de la belleza” es también la dictadura de la fealdad. Aquélla no significa la hegemonía violenta de cierto paradigma de la belleza, sino de forma mucho más radical la hegemonía del simulacro físico como forma de objetividad de los seres. Así entendida, puede verse que nada prohíbe a semejante dictadura extenderse a todos, guapos, feos o indiferentes.
A la Jovencita no le repugna imitar la sumisión aquí y allá: pues sabe que ella domina. Hay algo en esto que la aproxima al masoquismo enseñado durante tanto tiempo a las mujeres y que les hacía ceder a los hombres los signos del poder para recuperar interiormente la certeza de mantener su realidad.
La sexualidad no existe.
Es una abstracción, un momento separado, hipostasiado y devenido fantasmagórico de las relaciones entre los seres.
La Jovencita sólo siente en su casa dentro de las relaciones de pura exterioridad.
La Jovencita es producción y factor de producción, es decir que ella es el consumidor y el productor, el consumidor de productores y el productor de consumidores.
La “feminidad” de la Jovencita no designa más que el hecho de que el Espectáculo ha trastornado la legendaria intimidad de “la Mujer” con la naturaleza en absoluta intimidad con la “segunda naturaleza” espectacular.
“¡Personaliza a tu pareja!”
La pareja: petrificar toda la incontrolable fluidez de las distancias entre los cuerpos recortando un territorio apropiable de la intimidad.
La Jovencita da al término “deseo” un sentido muy singular. Que nadie se equivoque, en sus labios no designa la inclinación que un ser mortal podría experimentar por otro ser mortal o por lo que sea, sino tan sólo una diferencia de potencial en el plano impersonal del valor. No es la tensión de tal ser hacia su objeto, sino una tensión en el sentido llanamente eléctrico de una desigualdad motriz.
La seducción no es originariamente la relación espontánea entre hombres y mujeres, sino la relación dominante de los hombres entre sí. La seducción siempre tuvo, pues, a la sexualidad como centro vacío, pero éste fue repulsivo antes de que su efecto se invirtiera. Lo inconfesable y la exhibición son los dos polos opuestos de una ficción idéntica.
Desde los ojos de la Jovencita es el Espectáculo el que te mira.
La postura existencial de la Jovencita no tardó en propagarse dentro de todos los campos de la actividad humana. En la arquitectura, por ejemplo, esto se llama fachadismo.
La Jovencita tiene su realidad fuera de sí misma, en el Espectáculo, en todas las representaciones adulteradas del ideal que éste trafica, en todas las convenciones fugitivas que decreta, en las costumbres cuyo mimetismo dirige. No es más que la concreción insustancial de todas estas abstracciones, que la preceden y que ella sigue. En otros términos, es una criatura puramente ideológica.
“La intelectual controlada, el frío apasionado, la competitiva estimulante, el inestable creativo, la estimulante controlada, el sociable afectivo, la tímida sensible, la afectiva voluntariosa. ¿QUIÉN ES USTED REALMENTE?”
La esencia de la Jovencita es taxinómica.
La seducción es la relación más conforme con su esencia que las mónadas puedan tener entre sí. La completitud y la impermeabilidad de los dos partidos son su hipótesis fundamental. Esta impermeabilidad a aquello que sin embargo abraza, la Jovencita la llama “respeto”.
El ligoteo es el dominio más evidente del funcionamiento mecánico de las relaciones mercantiles.
“La moda es propiamente el terreno de juego de los individuos que carecen interiormente de autonomía y tienen necesidad de puntos de apoyo, pero que al mismo tiempo necesitan que se les distinga, que se les preste atención y se les ponga aparte. […] La moda eleva lo insignificante con virtiéndolo en representante de una totalidad, la encarnación particular de un espíritu común. Se caracteriza por hacer posible una obediencia social que es, a la vez, diferenciación individual. […] Es la mezcla de la sumisión y del sentimiento de la dominación lo que ejerce aquí su acción.” (Georg Simmel, Filosofía de la modernidad)
Existe un chantaje en la pareja que, cada vez más, se enuncia como chantaje en la sexualidad. Pero este requerimiento se desdobla a su vez: la Jovencita no deja que se le acerquen de verdad más que aquellos/as de sus “mejores amigos/as” en los que previamente se extinguió toda latencia sexual; a nadie mantendrá a una distancia más definitiva que a aquel al que ha admitido en su cama. Es la experiencia de esta distancia la que sustituyó a el/la amante por el/la compañero/a.
Todos los comportamientos de la Jovencita traicionan la obsesión por el cálculo.
“Si ella fuera mía, no sería nunca solamente mía, ni debería serlo. La belleza existe para los ojos de todos: es una institución pública.” (Cario Dossi, Amores, 1887)
A su manera, la Jovencita aspira al “cero defectos”. Es así como extiende primero a sí misma el régimen en vigor en la producción de cosas. Su imperialismo no es ajeno a esa intención de servir de ejemplo al resto de los Bloom.
Toda la actividad que despliega la Jovencita, en provecho de la cual ha abdicado toda libertad y en la que nunca acaba de perderse, es de naturaleza cosmética. Es por esto que también se asemeja al conjunto de esta sociedad, que tanto cuidado pone en revocar su fachada.
La Jovencita ha adquirido la costumbre de llamar al conjunto reificado de sus límites su “personalidad”. De esta manera, puede hacer valer su derecho a la nulidad como derecho a “ser ella misma”, es decir, a no ser más que esto; un derecho, por cierto, que se conquista y se defiende.
Para que la sexualidad pueda difundirse por todas las esferas de la existencia humana, ha sido preciso primero que se la disocie fantasmalmente como un momento separado del resto de la vida.
El cuerpo de la Jovencita es sólo una concesión que se le ha hecho de forma más o menos duradera, lo cual esclarece las razones del odio que ella le incita. No es más que una residencia de alquiler, algo de lo que sólo detenta el usufructo, cuyo uso es lo único libre, y ni siquiera esto, pues las paredes, su corporeidad proyectada en capital, factor de producción y de consumo, son poseídas por la totalidad social autonomizada.
“¡¿Pero éste quién se ha creído que es?!”
La Jovencita es una forma del “vínculo [lazo] social”, en el sentido primario de lo que te liga a esta sociedad.
“La Relación Sexual Perfecta no se improvisa: ¡se decide, se organiza, se planifica!”
Los amores de la Jovencita son un trabajo y, como todo trabajo, se han vuelto precarios.
En cuanto identidades insustanciales, la “virilidad” y la “feminidad” no son más que herramientas cómodas en la gestión espectacular de las relaciones sociales. Son abstracciones necesarias para la circulación y el consumo de los demás fetiches.
El Espectáculo se ama, mira y admira en la Jovencita, de la que es su Pigmalión.
Tomada en sí misma, la Jovencita no expresa nada; es un signo cuyo sentido está en otra parte.
La Jovencita es un aparato para degradar a Jovencita todo aquello que entre en contacto con ella.
“Vivir juntos y cada uno para sí.”
La Jovencita es el punto máximo de la socialización enajenada, donde lo más socializado es también lo más asocial.
En la sexualidad, al igual que en el dinero, es la relación lo que se autonomiza de aquello que pone en contacto.
Es precisamente confiriendo a su cuerpo o, en términos más generales, a todo su ser, la condición de capital como se ha desposeído a la Jovencita.
La sexualidad es un dispositivo de separación. En ella, se ha hecho admitir socialmente la ficción de una esfera de verdad de todas las relaciones y de todos los seres en la que la distancia de uno consigo mismo como de uno con el otro se habría por fin abolido, una esfera en la que estaría depositada la coincidencia pura. La ficción de la sexualidad plantea la alternativa verdad/apariencia, sinceridad/mentira, de tal manera que todo lo que no es ella se ve expulsado a la mentira. Así socava, de manera preventiva, toda posibilidad de elaboración de las relaciones entre los cuerpos. El arte de las distancias en el que se experimenta la salida de la separación se construye contra el dispositivo “sexualidad” y su chantaje binario.
La Jovencita es también un elemento del decorado, un bastidor inestable de las condiciones “modernas” de existencia.
Incluso en el amor, la Jovencita habla el lenguaje de la economía política y de la gestión.
Todo el mundo del Espectáculo es un espejo
que devuelve a la Jovencita
la imagen asimilable
de su ideal.
En el seno del mundo de la Jovencita, la exigencia de libertad reviste la forma de exigencia de seducción.
La Jovencita es la anécdota del mundo y la dominación del mundo de la anécdota.
“Trabajo. Entra usted en un período de intensa creación que te propulsa con energía hacia el futuro. Todo está a su favor: suerte, creatividad, popularidad.
Amor. Tu capacidad de seducción te aporta mucho feed-back positivo.”
Para la Jovencita, el lenguaje de los horóscopos es también el “lenguaje de la vida real”.
La Jovencita presenta la facultad propiamente mágica de convertir las “cualidades” más heterogéneas (fortuna, belleza, inteligencia, generosidad, humor, origen social, étnico, etc.) en un único “valor social” que dirige su elección relacional.
El Espectáculo cree poder despertar a la Jovencita que dormita en cada uno. Es la uniformidad cuyo fantasma persigue.
La mentira del porno consiste en pretender representar lo obsceno, mostrar el punto de desvanecimiento de toda representación. En realidad, cualquier almuerzo familiar o cualquier reunión de ejecutivos son más obscenos que una escena de eyaculación facial.
No hay sitio para dos en el cuerpo de la Jovencita.
La aspiración de la Jovencita a convertirse en signo no es más que su deseo de pertenecer, cueste lo que cueste, a la sociedad de la no-pertenencia. Lo cual significa un esfuerzo constante por mantenerse en adecuación con su ser-visible. El desafío explica el fanatismo.
El amor es imposible, en las condiciones modernas de producción. En el seno del modo de develamiento mercantil, el don aparece bien como una absurda debilidad, bien como integrado en un flujo de otros intercambios y gobernado, en consecuencia, por un “cálculo de desinterés”. Como se supone que el hombre no ha de tener intimidad sino con sus intereses, siempre que éstos no aparezcan al descubierto, sólo la mentira y la simulación resultan plausibles. Y es así que reina aquí una sospecha paranoica en cuanto a las intenciones y las motivaciones reales del otro; el don resulta aquí tan sospechoso que ahora habría que pagar para dar. La Jovencita lo sabe mejor que nadie.
EL SUCIO JUEGO DE LA SEDUCCIÓN
Cuando la propiedad privada se vacía de toda sustancia metafísica propia, no muere inmediatamente. Sobrevive valiéndose de sí, pero su contenido ya sólo es negativo: el derecho de privar a los demás del uso de nuestros bienes. Cuando el coito se libra de toda significación inmanente, comienza a proliferar. Pero ya sólo es, al final de cuentas, el monopolio fugaz del empleo de los órganos genitales del otro.
En la Jovencita, la superficialidad de todas las relaciones causa de la superficialidad del ser.
IV. La Jovencita como mercancía
La Jovencita no se preocupa tanto por poseer el equivalente de lo que vale en el mercado del deseo cuanto por asegurar su valor, que ella quiere conocer con certeza y precisión a través de esos mil signos que le quedan por convertir en lo que ella llama su “potencial de seducción”, y entiéndase por esto: su mana.
“Mujer hay que se vende y que no hubiera valido para darse de balde.” (Stendhal)
“Cómo tener perro sin pasar por una perra.”
El valor de la Jovencita no se asienta sobre suelo interior alguno o simplemente intrínseco; su fundamento reside únicamente en su intercambiabilidad. El valor de la Jovencita no aparece más que en su relación con otra Jovencita. Por eso nunca va sola. Al hacer de la otra Jovencita su igual en cuanto valor, ésta se pone en relación consigo misma en cuanto valor. Al ponerse en relación consigo misma en cuanto valor, se diferencia al mismo tiempo de misma en cuanto ser singular. “Representándose de esta manera como algo en sí mismo diferenciado, empieza a representarse realmente como mercancía.” (Marx)
La Jovencita es la mercancía que exige a cada instante ser consumida, pues a cada instante caduca.
La Jovencita no encierra en sí misma aquello por lo que es deseada: su Publicidad.
La Jovencita es un absoluto: uno la compra porque tiene valor, tiene valor porque uno la compra. Tautología de la mercancía.
La Jovencita es aquel que ha preferido devenir él mimos una mercancía antes que sufrir simplemente su tiranía.
Tanto en el amor como en el resto de esta “sociedad”, ya nadie está exento de ignorar su valor.
La Jovencita es el lugar en el que la mercancía y el ser humano coexisten de forma aparentemente no contradictoria.
El mundo de la Jovencita testimonia una singular sofisticación en la que la reificación ha progresado de un modo suplementario: en él, son las relaciones humanas las que enmascaran las relaciones mercantiles que enmascaran las relaciones humanas.
“Te mereces algo mejor que ese tipo/esa fulana.”
La Jovencita es en el Espectáculo, como la mujer en el mundo primitivo, un objeto de Publicidad. Pero la Jovencita es también sujeto de la Publicidad, que se intercambia a sí misma. Esta escisión en la Jovencita es su enajenación fundamental. A esto se añade el siguiente drama: mientras que la exogamia mantiene efectivamente las relaciones permanentes entre las tribus, el mana de la Jovencita se le escapa entre los dedos, su Publicidad falla, y es ella misma la que sufre las consecuencias.
La Jovencita ha desaparecido en su precio. Ya no es más que esto, y le duele el estómago.
Para la Jovencita, la vergüenza no consiste en el hecho de ser comprada, sino, por el contrario, en el hecho de no serlo. No sólo extrae gloria de su valor, sino también de que se le ponga precio.
Nada es menos personal que el “valor personal” de la Jovencita.
No es extraño que, por un abuso del lenguaje que deviene lentamente un abuso de realidad, los propietarios de un objeto único o precioso se colmen de afección por una cosa y pretendan finalmente “amarla”, e incluso “amarla mucho”. De la misma manera, algunos “aman” a una Jovencita. Por supuesto, si éste fuera realmente el caso, morirían por ella de desgracia.
La Jovencita pone en obra la automercantilización de lo no-mercantil, la autoestimación de lo inestimable.
“Euh… no, no la primera noche.”
— El “valor personal” de la Jovencita no es más que el “precio” por el cual ella acepta intercambiarse; y es por esto, después de todo, que se intercambia tan poco — para incrementar su valor.
La Jovencita vende su existencia como un servicio particular.
Lo incalculable que la Jovencita da, también lo cuenta.
En el intercambio que establece la Jovencita, es lo personal lo que se canjea por lo personal en el terreno de la impersonalidad mercantil.
La Jovencita, a la que el amor perturba por naturaleza, no deja que se le acerquen salvo bajo ciertas condiciones: con vistas a un negocio o para cerrarlo. Incluso cuando parece abandonarse por completo, la Jovencita sólo abandona en realidad aquella parte de ella misma que está bajo contrato, preservando o reservando la libertad que ella no enajena. Pues el contrato nunca puede someter a toda la persona que se vende, ya que una parte de ella siempre debe mantenerse fuera del contrato, precisamente para poder contratar. No se puede explicar de forma más clara y verosímil el carácter abyecto del “amor” en su versión actual. “De aquí se podría concluir que, desde el origen, el absoluto de las relaciones ha sido pervertido y que, en una sociedad mercantil, hay ciertamente comercio entre los seres pero nunca una ‘comunidad’ verdadera, nunca un conocimiento que sea algo más que un intercambio de ‘buenos’ procedimientos, aunque fueren tan extremos como se los pueda concebir. Relaciones de fuerza en las que quien paga o mantiene está dominado, frustrado por su mismo poder, el cual no mide sino su impotencia.” (Blanchot, La comunidad incofesable)
“¡Hay que engancharse!”
La Jovencita sigue siendo en todo momento ferozmente propietario de su cuerpo.
Ya sea camarero, modelo, publicsta, ejecutivo o animador, la Jovencita vende hoy su “fuerza de seducción” como antaño se vendía la “fuerza de trabajo”.
Todo éxito en materia de seducción es esencialmente un fracaso, pues así como no somos nosotros quienes compramos una mercancía, sino una mercancía lo que quiere ser comprada, del mismo modo nosotros no seducimos a una Jovencita, sino que es la Jovencita la que quiere ser seducida.
Intermediaria de una especie un poco singular de transacción, la Jovencita pone todo su empeño en la realización de la buena cogida.
La diversidad de las coacciones sociales, geográficas o morfológicas que pesan sobre cada uno de los lotes de órganos humanos con los que se encuentra la Jovencita no basta para explicar su posicionamiento diferencial entre los productos concurrentes. Su valor de cambio no puede descansar sobre ninguna expresión particular ni sobre ninguna determinación sustancial, que no podrían ser puestas adecuadamente en equivalencia ni siquiera por la potente mediación del Espectáculo. Dicho valor no está entonces determinado por quiméricos factores naturales, sino, al contrario, por la suma de trabajo suministrada por cada cual para hacerse reconocible ante los ojos vidriosos del Espectáculo, es decir, para producirse como signo de las cualidades reconocidas por la Publicidad enajenada, y que siempre son, en definitiva, sinónimos de la sumisión.
La primera habilidad de la Jovencita: organizar su propia escasez.
La tranquilidad consiste, para la Jovencita, en saber exactamente lo que ella vale.
“¡Vaya ofenza! ¡Rechazada por un viejo!”
La Jovencita jamás se inquieta por sí misma, sino solamente por su valor. Por eso, cuando se topa con el odio, le asaltan las dudas: ¿habrá bajado su cotización?
Si las Jovencitas tuvieran algún interés en hablar, dirían: “Puede ser que a los hombres les interese nuestro valor de uso; pero a nosotras, en cuanto objetos, no nos incumbe. Lo que nos concierne es nuestro valor. Nuestro propio movimiento como cosas de compra y venta lo demuestra. Únicamente nos vinculamos entre nosotros en cuanto valores de cambio.” (Marx, El capital)
“Seduzca de una manera útil. No se canse encendiendo a cualquiera.”
La Jovencita se relaciona consigo misma del mismo modo que con todas las mercancías de las que se rodea.
“¡No hay que desvalorizarse así!”
En primer lugar, para la Jovencita todo se trata de hacerse valer.
Así como el objeto que ha sido adquirido con una cierta suma de dinero es irrisorio respecto de las infinitas virtualidades que dicha suma contenía, así también el objeto sexual efectivamente poseído por la Jovencita es sólo una decepcionante cristalización de su “potencial de seducción” y su coito actual nada más una pobre objetivación de todos los coitos que igualmente podría permitirse. Esa ironía en los ojos de la Jovencita ante cualquier cosa es la marca de una intuición religiosa que ha caído en el mal infinito.
La Jovencita es la mercancía más autoritaria del mundo de la mercancía autoritaria, aquella que nadie puede íntegramente poseer, pero que te espía y puede en cualquier momento serte arrebatada.
La Jovencita es la mercancía que pretende designar soberanamente a su comprador.
La Jovencita vive en familia entre las mercancías, que son sus hermanas.
El triunfo absoluto de la Jovencita revela que la socialidad es en adelante la mercancía más preciosa y apreciada.
Lo que caracteriza a la época imperial, aquella del Espectáculo y del Biopoder, es que su propio cuerpo adquiere para la Jovencita misma la forma de una mercancía que le pertenece. “Por otra parte, es hasta este momento que se generaliza la forma mercantil de los seres humanos.” (Marx)
Hay que explicarse el aspecto vitrificado de la fisionomía de la Jovencita por el hecho de que, en cuanto mercancía, ella es la cristalización de una cierta cantidad de trabajo gastado para someterse a las normas de un cierto tipo de intercambio. Y la forma de aparición de la Jovencita, que es también la de la mercancía, se caracteriza por la ocultación, o al menos el olvido voluntario, de ese trabajo concreto.
En los “amores” de la Jovencita, es una relación entre cosas la que toma la forma fantasmagórica de una relación entre seres singulares.
Con la Jovencita, no es solo que la mercancía se adueñe de la subjetividad humana, es en primer lugar la subjetividad humana la que se revela como interiorización de la mercancía.
Hay que considerar que Marx no pensaba en la Jovencita cuando escribía que “las mercancías de ninguna manera pueden ir por sí solas al mercado ni intercambiarse entre ellas”.
“Mi chico es un poeta.”
La “originalidad” forma parte del sistema de banalidad de la Jovencita. Es este concepto el que le permite poner en equivalencia todas las singularidades, en cuanto singularidades vacías. A sus ojos, toda no-conformidad viene a ocupar su lugar en una suerte de conformismo del no-conformismo.
Siempre resulta sorprendente ver cómo la teoría de las ventajas competitivas desarrollada por Ricardo se verifica más plenamente en el comercio de las Jovencitas que en el de los bienes inertes.
Es únicamente en el intercambio la Jovencita realiza su valor.
De provincia, de suburbios o de bellos barrios, en cuanto Jovencitas, todas las Jovencitas son equivalentes.
La mercancía es la materialización de una relación, la Jovencita es su encarnación.
En nuestros días, la Jovencita es la mercancía más demandada: la mercancía humana.
En el seno del modo de develamiento mercantil, donde la “belleza” no revela nada propio, y habiéndose autonomizado la apariencia de toda esencia, la Jovencita no puede, haga lo que haga, sino entregarse a quien sea.
¡Bah! Ella o cualquier otra…
Las “leyes del mercado” se han individualizado en la Jovencita.
Lo que aún se llama “amor” no es más que el fetichismo agregado a una mercancía particular: la mercancía humana.
El ojo de la Jovencita lleva en sí la puesta en equivalencia efectiva de todos los lugares, de todas las cosas y de todos los seres. Así, la Jovencita puede reducir concienzudamente todo lo que entra en su campo de percepción a algo ya conocido en la Publicidad enajenada. Esto es lo que traduce su lenguaje, el cual desborda “género…”, “estilo…” y otras “manera…”.
La Jovencita es un aspecto central de aquello que los negristas llaman “puesta en trabajo del deseo y los afectos”, eternamente cegados por este mundo de la mercancía al que nunca encuentran nada que reprochar.
“SEDUCCIÓN: APRENDA EL MARKETING AMOROSO | Sueñas con él, pero él te ignora. Atrápelo gracias a las leyes del marketing. Ningún hombre podría resistirse a un plan de campaña bien pensado. Sobre todo, si el producto es usted.”
Allí donde domina el Espectáculo, el valor de la Jovencita es inmediatamente efectivo; su belleza misma se consiente como un poder ejecutivo.
Para conservar su “valor de escasez”, la Jovencita debe venderse a un precio elevado, lo que significa que, en la mayoría de las ocasiones, debe renunciar a venderse. Además, como lo vemos, la Jovencita es oportunista hasta en la abstinencia.
“¡Porque yo lo valgo!”
En los términos de la economía clásica, hay que considerar que la Jovencita es un “bien de Giffen”, o “bien giffeano”, es decir, un objeto que, al contrario de lo que se produce “de ordinario”, es tanto más demandado cuanto más oneroso es. Dentro de esta categoría destacan las mercancías de lujo, de las que ciertamente la Jovencita es la más vulgar.
La Jovencita jamás se deja poseer como Jovencita, del mismo modo que la mercancía jamás se deja poseer como mercancía, sino únicamente como cosa.
“Una puede ser bonita, verse rodeada, acosada de proposiciones indecentes y en el fondo estar sola.”
La Jovencita sólo existe como Jovencita en el seno del sistema de equivalencia general y de su gigantesco movimiento circulatorio. Nunca es poseída por la misma razón que es deseada. En el momento mismo en el que uno se convierte en su adquirente, se la retira de circulación, un espejismo se difumina y ella se despoja del aura mágica, de la trascendencia que la aureolaba. Es una zorra [conne] y apesta.
“El mundo moderno no es universalmente prostitucional por lujuria. Sería incapaz de ello. Es universalmente prostitucional porque es universalmente intercambiable.” (Peguy, Nota conjunta)
La Jovencita es el heredero universal de la pseudo-concretud de este mundom, y ante todo de la pseudo-objetividad del coito.
La Jovencita querría ser una cosa, pero no ser tratada como una cosa. Todo su desasosiego deriva de que, no sólo es tratada como una cosa, sino que, por añadidura, ni siquiera consigue ser verdaderamente una cosa.
“No, mi cuerpo no es una mercancía, es una herramienta de trabajo.”
Lo infecto no está en que la Jovencita sea fundamentalmente una puta, sino en que rehúse aprehenderse como tal. Pues la puta, al no ser únicamente aquella que uno compra, sino también aquella que se vende, es una figura maximalista de la autonomía en el terreno de la mercancía. La Jovencita es una cosa en la medida exacta en que se tiene por un ser humano; es un ser humano en la medida exacta en que se tiene por una cosa.
La puta es la santidad más elevada que puede concebir el mundo de la mercancía.
“¡Sea usted misma! (sale a cuenta).”
Una astucia de la razón mercantil quiere que sea precisamente lo que contiene de no-mercantil, de “auténtico”, de “bien”, lo que determine el valor de la Jovencita.
La Jovencita es una crisis de coherencia que sacude los intestinos de la sociedad mercantil durante su cuarto menguante. Responde al imperativo de una mercantilización total de la existencia en todos sus aspectos, a la necesidad de hacer que nada quede ya fuera de la forma-mercancía en eso que aún se llama, de forma eufemística, las “relaciones humanas”.
La Jovencita ha recibido como misión reencantar un mundo de la mercancía por todas partes deteriorado, prorrogar el desastre con alegría y despreocupación. En ella se inicia una forma de consumo de segundo grado: el consumo de consumidores. Si uno se fía de las apariencias, algo que en muchos casos se ha vuelto legítimo, se debería decir que, con la Jovencita, la mercancía ha logrado anexionarse totalmente lo no-mercantil.
El culo de la Jovencita representa el último bastión de la ilusión de un valor de uso que, de forma tan manifiesta, ha desaparecido de la superficie de lo existente. La ironía está, por supuesta, en que dicho valor es aún un intercambio.
En el seno del Espectáculo, se puede decir de la Jovencita lo que Marx señala del dinero: que es “una mercancía especial que es apartada por un acto común del resto de las mercancías y sirve para exponer su valor recíproco”.
V. La Jovencita como moneda viva
La Jovencita se desmonetiza/desprecia [démonétise] a partir del momento en que sale de circulación. Y cuando pierde la posibilidad de reintroducirse en el mercado, comienza a pudrirse. LA JOVENCITA ES LA MERCANCÍA ESPECIALMENTE ENCARGADA DE LA CIRCULACIÓN DE LOS AFECTOS ESTÁNDAR.
El valor jamás ha medido nada, pero aquello que ya no medía lo mide cada vez peor.
La moneda viva representa la última respuesta de la sociedad mercantil a la impotencia del dinero para servir de equivalente y, en consecuencia, para comprar las producciones humanas más elevadas, esas que son al mismo tiempo las más preciosas y las más comunes. Pues a medida que el imperio del dinero se ha extendido hasta los confines del mundo, incluida toda expresión de la vida humana, ha perdido todo valor propio, ha devenido tan impersonal como su concepto, y por consiguiente tan irrisorio que su equivalencia con cualquier cosa personal se ha vuelto por ello evidentemente problemática. Es esta absoluta desigualdad entre el dinero y la vida humana lo que siempre ha aparecido en la imposible retribución de la prostitución. Con la moneda viva, la dominación mercantil ha logrado la anulación de esas dos impotencias —una, comprar la vida humana en cuanto tal, es decir, la potencia; otra, comprar sus más elevadas producciones— multiplicándolas entre sí. La moneda viva logra poner en equivalencia lo inconmensurable de las producciones personales de los hombres —mientras tanto devenidas preponderantes— y lo inconmensurable de la vida humana. DE AQUÍ EN ADELANTE, EL ESPECTÁCULO CALCULA LO INCALCULABRE COMO VALORES “OBJETIVOS”.
“‘Moneda viva’, el esclavo industrial al mismo tiempo vale por un signo garante de riqueza y por esta misma riqueza. En cuanto signo vale por toda suerte de riquezas materiales; en cuanto riqueza excluye sin embargo cualquier otra demanda, a excepción de la demanda cuya satisfacción representa. Pero la satisfacción propiamente dicha queda igualmente excluida por su calidad de signo.” (Klossowski, La moneda viva)
En cuanto mercancía, se atribuye a la Jovencita un carácter de exclusión ligado al hecho de que ella es también y de forma irreductible un ser humano, es decir, algo que es, al igual que el oro, su propio fin para sí mismo. Y es en virtud de esta situación de excepción que le corresponde el rol de equivalente general.
La moneda viva, y en especial la Jovencita, constituye una solución bastante verosímil a la crisis del valor; que se ha vuelto incapaz de medir y remunerar las producciones más características de esta sociedad: aquellas que están ligadas al general intellect.
La conservación de unas mínimas convenciones sociales está condicionada por el hecho de que un exceso de moneda viva la desvalorizaría y la haría incapaz de constituir una contrapartida seria a lo inestimable que ella está destinada a comprar. Al mismo tiempo, al volver estimable lo inestimable mismo, ella socava sus propios fundamentos. El espectro de la inflación acosa el mundo de las Jovencitas.
La Jovencita es la causa final de la economía espectacular, su primer motor, inmóvil.
El culo de la Jovencita no es portador de un nuevo valor, sino únicamente de la desvalorización inédita de todos los valores que lo han precedido. La potencia devastadora de la Jovencita habría consistido en liquidar todas las producciones que no son convertibles en moneda viva.
En el seno del nihilismo consumado, toda noción de grandeza o de prestigio habría desaparecido hace tiempo de no haber sido inmediatamente convertible en Jovencitas.
La Jovencita nunca pierde la ocasión para ostentar la victoria de la moneda viva sobre el vil dinero; de este modo, exige a cambio de sí misma un contradón infinito.
El dinero ha dejado de ser el término último de la economía. Su triunfo lo ha depreciado. Rey desnudo que ha abandonado todo contenido metafísico, el dinero ha perdido también todo valor. Nadie, en el rebaño biopolítico, le muestra ya ningún respeto. La moneda viva es lo que viene a tomar el lugar del dinero como equivalente general, aquello en vista de lo cual él vale. La moneda viva es su valor y su concretud. El poder adquisitivo de la moneda viva, y a fortiori de la Jovencita, no tiene límites; se extiende a la totalidad de lo existente, pues en ella la riqueza goza doblemente de sí misma: como signo y como hecho. El alto nivel de “individualización” de los hombres y sus producciones, que había convertido al dinero en algo incapaz de servir como mediador en las relaciones puramente personales, se transforma en condición de la difusión de la moneda viva.
PARECE SER QUE TODA LA CONCRETUD DEL MUNDO SE HA REFUGIADO EN EL CULO DE LA JOVENCITA.
Del mismo modo que la organización de la miseria social se volvió necesaria después del 68 para devolver a la mercancía su honor perdido, así también la miseria sexual es necesaria para el mantenimiento de la tiranía de la Jovencita, de la moneda viva. Pero la miseria que se revela aquí no tiene ya nada de coyuntural; es, por el contrario, la miseria esencial de la “sexualidad” la que aparece por fin.
“En materia de bienes muebles la posesión equivale a título.”
El dinero no entra en absoluto en contradicción con la moneda viva; es un momento superado que ésta conserva, con toda su contabilidad que no mide ya nada.
Al volverse imposible la traducción a dinero de la vida humana altamente diferenciada, se inventó a la Jovencita, que restituyó su valor al dinero devaluado. Pero en el mismo movimiento por el que degradó al dinero, por el que hizo de él un factor secundario, la Jovencita lo ha regenerado, le ha restituido una sustancia. Y es por esta astucia por la que el dinero sobrevive desde entonces.
La impersonalidad de la Jovencita posee la misma sustancia ideal, impecable y lustral que el dinero. La Jovencita misma no tiene olor.
Al igual que el “valor de uso” carece de relación con su valor de cambio, la emoción que procura la moneda viva no es susceptible de contabilidad, no es conmensurable con cosa alguna. Pero ni el valor de uso existe independientemente del valor de cambio, ni la emoción que procura la moneda viva existe por fuera del sistema en el que ésta se intercambia. Ni la Jovencita ni el oro son verdaderamente disfrutados, sino tan sólo su inutilidad y su escasez.
La indiferencia y la insensibilidad del Bloom eran una condición previa necesaria para la formación concreta de la ilusión de una emoción tal, y de su objetividad.
Cuando Marx sostiene que el valor de cambio cristaliza el tiempo de trabajo que ha precisado la producción del objeto, afirma únicamente que el valor no está al final de cuentas constituido sino por la vida que se ha anulado en la cosa; es decir que la moneda viva es anterior a todo numerario.
“En cuanto la presencia corporal del esclavo industrial se integra absolutamente en la composición del rendimiento evaluable de lo que ella puede producir —su fisonomía es inseparable de su trabajo—, hay una distinción aparente entre la persona y su actividad. La presencia corporal ya es mercancía, independientemente y además de la mercancía que dicha presencia contribuye a producir. Y de aquí en más, o bien el esclavo industrial establece una relación estrecha entre su presencia corporal y el dinero que le aporta, o bien ésta reemplaza la función del dinero, siendo ella misma el dinero: a la vez el equivalente de riqueza y la riqueza misma.” (Klossowski, La moneda viva)
En francés, el verbo “foutre” [joder] sirve para designar de forma genérica, si bien con un tono despreciativo, todas las actividades. “¿Qué andas jodiendo?” Y es una verdad que, en todas las sociedades en las que el hombre no puede acceder a una actividad libre, foutre se presenta como el equivalente general abstracto, el grado cero de todas las actividades.
Ha habido que esperar a la aparición de la Jovencita para poder experimentar concretamente lo que es “follar”, es decir, follar a alguien sin follar a nadie singular. Pues joder a un ser tan realmente abstracto, tan efectivamente intercambiable, tan perfectamente nada, es joder en lo absoluto.
Si el dinero es el rey de las mercancías, entonces la Jovencita es su reina.
se prefieren las estrellas del porno silenciosas, enmudecidas, sin discurso; no porque lo que tengan que decir sea insoportable o excesivamente crudo, sino al contrario, porque cuando hablan, lo que dicen de sí mismas no es más que la verdad de toda Jovencita. “Tomo vitaminas para tener un cabello muy lindo; los cuidados físicos son un trabajo cotidiano. Esto es algo normal, hay que trabajar en nuestra apariencia, en la imagen que se tiene de sí”, confiesa una de ellas [Ovidie].
En la fase final del Espectáculo, todo está sexualmente mediado; es decir que el coito ha sustituido la utilidad de las cosas particulares como su fin último. Es hacia él que tiende exclusivamente, en adelante, la existencia del mundo de la mercancía.
“Mientras no se generalice el amor libre, seguirá siendo necesario un cierto número de jovencitas para completar la función de las actuales prostitutas” (Georg Simmel, Filosofía del amor)
Las Jovencitas del sector terciario, el marketing, las tiendas y los servicios sociales. En un futuro próximo y previsible, toda la plusvalía del régimen capitalista será producida por Jovencitas.
Lo que se monetiza en el coito es la autoestima. Cada Jovencita se presenta como un conversor automático y estándar de la existencia en valor mercantil.
En realidad, la Jovencita no es ni sujeto ni objeto de emoción, sino pretexto. Uno no disfruta de la Jovencita, ni de su goce, sino de disfrutar de ella. Una apuesta resulta necesaria.
En diversas culturas tradicionales, la moneda sirve como metáfora de la mujer, de la fertilidad. En el tiempo de la Jovencita, es la mujer quien deviene la metáfora de la moneda.
Como el dinero, la Jovencita es equivalente a sí misma, no se relaciona más que consigo misma.
La Jovencita es el auténtico oro, el numerario absoluto.
Es un punto de vista unilateral-fetichista aquel que afirma que “el objeto vivo fuente de emoción, desde el punto de vista del intercambio, vale su coste de mantenimiento” (Klossowski, La moneda viva)
El tiempo liberado por el perfeccionamiento y la eficiencia aumentada de los instrumentos de producción no se ha saldado mediante una disminución cualquiera del tiempo de “trabajo”, sino mediante la ampliación de la esfera del “trabajo” a la totalidad de la vida y sobre todo mediante la constitución y el mantenimiento de una masa suficiente de moneda viva, de Bloom y de Jovencitas disponibles, para dar nacimiento a un mercado sexual paralelo y ya regulado.
El carácter fantasmagórico de la Jovencita repite el carácter fantasmagórico de la participación en esta sociedad, cuya remuneración es también la Jovencita.
La moneda viva revela finalmente la verdad del intercambio mercantil, es decir, su mentira: la imposibilidad de poner en equivalencia lo inconmensurable de la vida humana (clásicamente coagulada en “tiempo de trabajo”) y de lo inerte, el dinero o cualquier otra cosa, cualquiera que sea su cantidad. Pues la mentira de la sociedad mercantil no habría finalmente consistido más que en hacer pasar por un intercambio reglado lo que es siempre un SACRIFICIO, y pretender de este modo liquidar una DEUDA INFINITA.
VI. La Jovencita como dispositivo político compacto
De forma más clara, pero no menos fundamental que cualquier otra mercancía, la Jovencita constituye un dispositivo de neutralización ofensivo.
Cómo habría conseguido el capitalismo movilizar los afectos y molecularizar su poder hasta colonizar nuestros sentimientos y nuestras emociones si la Jovencita no se hubiese ofrecido como retransmisor [relais].
Semejante en esto a la economía, la Jovencita cree tenernos por infraestructura.
“Toma la vida por el lado bueno”, porque la historia avanza por el malo.
El Biopoder está también disponible en cremas, píldoras y aerosoles.
La seducción es el nuevo opio de las masas. Es la libertad de un mundo sin libertad, la alegría de un mundo sin alegría.
El ejemplo terrible de algunas mujeres libres en el pasado ha bastado para convencer a la dominación de la oportunidad de exorcizar [conjurer] toda libertad femenina.
Mediante el sentimiento, mediante la fisiología, mediante la familia, mediante la “sinceridad”, mediante la “salud”, mediante las apetencias, mediante la obediencia a todos los determinismos sociales, mediante todos los medios, la Jovencita se defiende contra la libertad.
Bajo la apariencia de una desternillante neutralidad, en la Jovencita se ofrece a nuestra mirada el más temible de los dispositivos políticos de opresión.
“¿Es usted sexualmente normal?”
La Jovencita surge como un aparato vivo dirigido por y dirigiéndose hacia el Espectáculo.
La dominación ha descubierto aquí un medio mucho más poderoso que el simple poder de coacción: la atracción dirigida.
La Jovencita es la individualidad biopolítica elemental.
Históricamente, la Jovencita aparece, en su extrema afinidad con el Biopoder, como el destinatario espontáneo de toda biopolítica; aquel al que uno se dirige.
“Alimentarse mal es un lujo, un signo de ociosidad. El desprecio del cuerpo es una relación consigo misma perfectamente condescendiente. La trabajadora está en el mantenimiento de su capital corporal (gimnasio, piscina), mientras que para la estudiante es la estética lo que prima (danza) o bien el gasto físico agotador por excelencia: la discoteca.”
La función de la Jovencita consiste en transformar la promesa de libertad contenida en el acabamiento de la civilización occidental en excedente de enajenación, en profundización del orden mercantil, en nuevas servidumbres, en statu quo político.
La Jovencita vive en el mismo horizonte que la Tecnología: el de una espiritualización formal del mundo.
En el seno de la dominación mercantil, la seducción se presenta de golpe como el ejercicio de un poder.
La Jovencita no tiene ni opinión ni postura propias.
En cuanto puede, se resguarda bajo la sombra de los vencedores.
El tipo de trabajo “moderno”, en el que ya no es una cierta cantidad de fuerza de trabajo lo que se aprovecha, sino el dócil ejercicio de ciertas “cualidades humanas”, conviene admirablemente a las habilidades miméticas de la Jovencita.
La Jovencita es la piedra angular del sistema de mantenimiento del orden mercantil. Ella se pone por sí misma al servicio de todas las restauraciones, pues la Jovencita quiere la paz de mierda [foutre].
La Jovencita es el colaborador ideal.
La Jovencita concibe la libertad como la posibilidad de elegir entre mil insignificancias.
La Jovencita no quiere historia.
La Jovencita aspira a la reglamentación de todos los sentidos.
En el mundo de la mercancía autoritaria, todos los elogios ingenuos del deseo son de forma inmediata elogios de la servidumbre.
No hay esclavo de la semiocracia que no obtenga también un cierto poder, de juicio, de censura, de opinión.
La Jovencita materializa la forma en la que el capitalismo ha retomado todas las necesidades de las que había liberado a los hombres mediante un ajuste interminable del mundo humano a las normas abstractas del Espectáculo, y mediante el enaltecimiento de tales normas. Ambos comparten la obsesión mórbida de permanecer, al precio de una actividad desenfrenada, idénticos a sí mismos.
El estrecho control y la excesiva solicitud con respecto a las mujeres de las que esta sociedad hace alarde sólo expresan su preocupación por reproducirse de forma idéntica, y por DOMINAR su perpetuación.
“La Academia Estadounidense de Ciencias Políticas y Sociales, en una publicación referida al papel de las mujeres en los Estados Unidos modernos (1929), concluía que el consumo de masas ha hecho del ‘ama de casa moderna […] mucho menos una obrera especializada que una empresario de modos de vida’.” (Stuart Ewen, Capitanes de la conciencia)
El programa del Biopoder toma primero la forma de un proceso de sumisión de los hombres a y por su propio cuerpo.
El Espectáculo conjura el cuerpo en el exceso de su evocación, del mismo modo que la religión lo evocaba mediante el exceso de su conjuración.
La Jovencita estima la “sinceridad”, la “bondad de corazón”, la “gentileza”, la “sencillez”, la “franqueza”, la “modestia” y, de una manera general, todas las virtudes que, consideradas unilateralmente, son sinónimos de servidumbre.
La Jovencita vive en la ilusión de que la libertad se encuentra al final de una sumisión total a la “Publicidad” mercantil. Pero al final de esta servidumbre, sólo existe la vejez, y la muerte.
“La libertad no existe”, dice la Jovencita y entra en la farmacia.
La Jovencita quiere ser “independiente”; es decir, en su mente, dependiente únicamente del se.
Toda grandeza que no sea al mismo tiempo un signo del sometimiento al mundo de la mercancía autoritaria está, por esta misma razón, condenada al repudio absoluto de la Jovencita, la cual no teme entonces hablar de “arrogancia”, de “suficiencia” e incluso de “desprecio”.
La Jovencita es el principal artículo del consumo permisivo y del ocio mercantil.
El acceso a la libertad en el Espectáculo no es más que el acceso al consumo marginal del mercado del deseo, el cual constituye su centro simbólico.
La preponderancia del mercado del entretenimiento y del deseo es un momento del proyecto de pacificación social, en cuyo seno se le ha encomendado a la Jovencita la función de ocultar de forma provisional las contradicciones vivas que atraviesan cada punto del tejido biopolítico imperial.
Los privilegios simbólicos que el Espectáculo otorga a la Jovencita los recibe como contrapartida a la absorción y la difusión de los códigos efímeros, de los modos de empleo renovados, de la semiología general que se han tenido que disponer para volver políticamente inofensivo el tiempo liberado por los “progresos” de la organización social del trabajo.
La Jovencita como pivote central del “adiestramiento permisivo”.
La Jovencita como animador y vigilante del entorno en la gestión dictatorial del ocio.
La Jovencita guarda, en el fondo de sí misma, un carácter tampón; de esta manera es portadora de toda la indiferencia convenible y de toda la necesaria frialdad que exigen las condiciones de vida metropolitanas.
Importa poco al Espectáculo que la seducción sea odiada por todas partes, siempre que los hombres no consigan concebir la idea de una plenitud que la superaría.
Cuando el Espectáculo se lanza al “elogio de la feminidad”, o constata más banalmente la “feminización del mundo”, todo lo que tendrás que esperar será la promoción hipócrita de todas las servidumbres y de la constelación de los “valores” que los esclavos pretenden tener.
“¡Ay, pero qué asqueroso eres!”
La Jovencita representa ya el más competente de los agentes de control de los comportamientos. Con ella, la dominación se ha introducido hasta en las últimas extremidades de cada uno.
La violencia con la que la feminitud es administrada en el mundo de la mercancía autoritaria recuerda cómo la dominación se siente libre para maltratar a sus esclavos, por más que los necesite para garantizar su reproducción.
La Jovencita es el poder contra el cual resulta bárbaro, indecente e incluso rotundamente totalitario rebelarse.
En el mundo de la mercancía totalitaria, los vivientes reconocen en sus deseos enajenados una demostración del poder fabricado en ellos mismos por el enemigo.
VII. La Jovencita como máquina de guerra
La Jovencita concede un asentimiento espontáneo a todo lo que pueda significar el sometimiento a una necesidad cualquiera — la “vida”, la “sociedad”, el “trabajo”, la educación de un niño, otra Jovencita. Pero dicho asentimiento está él mismo determinado de forma exclusivamente negativa: no se dirige a tales cosas más que en la medida en que se imponen a toda expresión singular.
La sonrisa vitrificada de la Jovencita oculta siempre una colonia penitenciaria.
La Jovencita no conoce otra legitimidad que la del Espectáculo. Cuanto más dócil es la Jovencita a lo arbitrario del se, más tiránica es con respecto a los vivientes. Su sumisión a la impersonalidad del Espectáculo le concede el derecho de someter a cualquiera al Espectáculo.
En el sexo [foutre], como en los demás sectores de su existencia, la Jovencita obra como un formidable mecanismo de anulación de la negatividad.
Ya que la Jovencita es la presencia viva de todo lo que humanamente quiere nuestra muerte, no sólo es el producto más puro del Espectáculo: es la prueba plástica del amor que le profesamos. Ella es aquello por lo que nos encaminamos hacia nuestra propia pérdida.
Todo lo que ella ha conseguido neutralizar ocupa su lugar en el mundo de la Jovencita en virtud de accesorio.
La seducción como guerra. se habla de un “canon/cañón” [canon significa ambas cosas en francés] con una metáfora que pertenece cada vez menos al registro de la estética y cada vez más al de la balística.
Las Jovencitas forman la infantería de las tropas de ocupación de la visibilidad, el peonaje de la actual dictadura de la apariencia.
La Jovencita se halla en una relación de inmediatez y de afinidad con todo lo que contribuye al reformateo de la humanidad.
Cada Jovencita constituye a su manera un puesto avanzado en el imperialismo de la insignificancia.
Desde la perspectiva del territorio, la Jovencita aparece corno el más potente vector de la tiranía de la servidumbre. ¿Quién puede saber qué furor la arrebata ante cualquier manifestación de insumisión? En este sentido, cierto tipo de socialdemocracia totalitaria le cuadra a las mil maravillas.
La violencia de la Jovencita está en proporción con su frágil vacuidad,
Ha sido especialmente por medio de la Jovencita que el capitalismo ha podido extender su hegemonía a la totalidad de la vida social. Ella es el peón más tenaz de la dominación mercantil en una guerra cuyo reto sigue siendo un control total, tanto de la vida cotidiana como del tiempo de la “producción”.
Precisamente porque simboliza una total aculturación del yo, porque se define a sí misma en términos fijados por un juicio ajeno, la Jovencita constituye el portador más avanzado del ethos espectacular y de sus normas abstractas de comportamiento.
“Habría que crear un gran proyecto educativo (quizá conforme al modelo chino o jemer rojo), en la forma de campos de trabajo en los que los muchachos aprenderían, bajo los auspicios de mujeres competentes, los deberes y secretos de la vida doméstica.”
La insignificancia de la Jovencita refleja bastante una situación de minoría y de opresión, pero al mismo tiempo tiene un carácter imperialista y triunfante. En este caso sucede que la Jovencita combate a favor del Imperio, su amo.
Al contrario que las jovencitas de Babilonia, que, según Estrabón, cedían al templo lo obtenido por su prostitución, es sin su conocimiento que la de la Jovencita saca beneficios para el Espectáculo.
“Además —y aquí empezaba el verdadero pandemónium de la colegiala— había todo un montón de íntimas cartitas de parte de los jueces, abogados y procuradores, farmacéuticos, comerciantes, estancieros, médicos, etc. ¡De todos aquellos brillantes e imponentes personajes que tanto me impresionaran siempre! Me asombraba. […] ¿Entonces ellos también, a pesar de las apariencias mantenían relaciones con la colegiala? ¡Increíble —repetía— increíble! ¿Entonces la Madurez les resultaba tan pesada que, en secreto para la esposa y los hijos, mandaban largas epístolas a la colegiala del 2° año? […] Esas cartas me evidenciaron de golpe todo el poder de la moderna colegiala. ¿Dónde no dominaba?” (Gombrowicz, Ferdydurke)
La Jovencita es un procedimiento de secuestro metafísico; es decir que uno no es jamás prisionero de ella, sino siempre en ella.
La Jovencita es un requerimiento lanzado a cada cual para que se mantenga a la altura de las imágenes del Espectáculo.
La Jovencita es un instrumento al servicio de una política general de exterminio de los seres capaces de amor.
Idéntica en esto a la totalidad social enajenada, la Jovencita detesta la desgracia, pues dicha desgracia la condena, al igual que condena a esta sociedad.
La Jovencita trabaja para propagar un cierto Terror del entretenimiento.
—¿Cuántos antidisturbios son necesarios para permitir que la Jovencita sonría con todo su infantilismo? —Más, TODAVÍA MÁS, TODAVÍA MÁS…
El vocabulario propio de la Jovencita es también el de la Movilización Total.
“LA FIDELIDAD AQUÍ GUARDA INTERÉS.”
La Jovencita pertenece a la nueva policía de las costumbres, que vela por que cada uno cumpla con su función y se dedique en exclusiva a ella. De ese modo, la Jovencita no entra nunca en contacto con un ser singular, sino con un conjunto de cualidades objetivadas en un rol, un personaje o una situación social a la que se supone uno ha de conformarse en cualesquiera circunstancias. Así, aquel con quien ella comparta su pequeña cotidianidad enajenada en ningún momento dejará de ser, en definitiva, “ese tipo” o “esa chica”.
La Jovencita abriga la mercancía con una mirada llena de envidia, pues ve en ella su modelo, es decir, lo mismo que ella, pero más perfecto. Lo que le queda de humanidad no es solamente lo que le falta desde la perspectiva de la perfección mercantil: es también la causa de todo su sufrimiento. Es entonces esto, también, lo que le hace falta erradicar.
Con amargura no fingida la Jovencita reprocha a la realidad el no estar a la altura del Espectáculo.
LA IGNORANCIA EN LA QUE SE MANTIENE LA JOVENCITA CON RESPECTO A SU ROL DE PIEDRA ANGULAR EN EL ACTUAL SISTEMA DE LA DOMINACIÓN TAMBIÉN FORMA PARTE DE DICHO ROL.
La Jovencita es un peón en la guerra a ultranza que la dominación ha emprendido con vistas a la erradicación de toda alteridad. Por lo demás, la Jovencita lo declara sin ambages: ella tiene “horror a lo negativo”. Y cuando ella dice esto, está persuadida, como la piedra de Spinoza, de que es ella misma la que habla.
La Jovencita porta una máscara, y cuando lo confiesa es invariablemente para sugerir que tendría también un “verdadero rostro” que no muestra o que no podría mostrar Pero ese “verdadero rostro” es también una máscara, un máscara espantosa: el verdadero rostro de la dominación. Y de hecho, cuando la Jovencita “deja caer la máscara”, es el Imperio quien te habla en vivo.
“…y si se eliminara a todos los tipos del planeta? ¿Por qué intentar crear lo nuevo a partir de lo viejo? ¡Ya está bien de tipos! ¡Venga, rápido! ¡Pasemos la escoba! Además, es inútil ponerse nerviosa; histórica y genéricamente ha pasado el tiempo del hombre. Él solito se abre paso hacia la salida.”
Cada Jovencita es, en sí misma, una modesta empresa de depuración.
Tomadas en su conjunto, las Jovencitas constituyen el cuerpo franco más temible que se haya desplegado hasta el día de hoy contra toda heterogeneidad, contra toda veleidad de deserción. Paralelamente, señalan a cada momento el puesto más avanzado del Biopoder, de su infecta solicitud y de la pacificación cibernética de todo.
Ante la mirada culinaria de la Jovencita, toda cosa y todo ser, orgánico o inorgánico, aparece como si pudiera ser poseído, o cuando menos consumido. Todo lo que ve, lo ve como mercancía y, por lo tanto, lo transforma en mercancía. Es también en este sentido que constituye un puesto avanzado en la infinita ofensiva del Espectáculo.
La Jovencita es la nada que se manipula para rechazar el embarazo de la Nada.
La Jovencita no ama la guerra, la hace.
La Jovencita es la esclavitud final, aquella por la cual se ha obtenido el silencio de los esclavos.
No basta con constatar que la Jovencita habla el lenguaje del Espectáculo, es necesario señalar además que es el único que puede oír y que por lo tanto obliga a que lo hablen a todos aquellos que no lo execran.
Las autoridades semiocráticas, que exigen de manera cada vez más torpe un asentimiento estético de su mundo, se jactan de poder hacer pasar, en adelante, por “bello” lo que deseen. Pero ese “bello” no es más que lo deseable socialmente controlado.
“¿HARTA DE LOS HOMBRES? ¡CÓMPRATE UN PERRO! ¿Qué edad tienes, 18,20 años? ¿Empiezas unos estudios que prometen ser largos y arduos? ¿Crees que es el momento de reducir la velocidad buscando desesperadamente la afección de un chico que finalmente no tiene nada que ofrecer? ¡O incluso peor! Cargar con un compañero que sigue sin estar terminado, no muy amable y no siempre muy propio…”
La Jovencita transmite la conformidad a todas las normas fugitivas del Espectáculo, y el ejemplo de tal conformidad.
Como todo lo que ha alcanzado una hegemonía simbólica, la Jovencita condena como bárbara toda violencia física dirigida contra su ambición de una pacificación total de la sociedad. La Jovencita comparte con la dominación la obsesión por la seguridad.
El carácter de máquina de guerra que llama la atención en toda Jovencita deriva del hecho de que el modo en que hace su vida no se distingue del modo en que hace su guerra. Pero por otro lado, su vacío neumático anuncia ya su militarización por venir. Ya no defiende únicamente su monopolio privado del deseo, sino de una manera general el estado de explicitación público, enajenado, de los deseos.
No es por sus “pulsiones instintivas” por lo que los hombres son prisioneros del Espectáculo, sino por las leyes de lo deseable que se les han inscrito directamente en la piel.
La Jovencita ha declarado la guerra a los microbios.
La Jovencita ha declarado la guerra al azar.
La Jovencita ha declarado la guerra a las pasiones.
La Jovencita ha declarado la guerra al tiempo.
La Jovencita ha declarado la guerra a la grasa.
La Jovencita ha declarado la guerra a lo oscuro.
la Jovencita ha declarado la guerra al cuidado.
la Jovencita ha declarado la guerra al silencio.
la Jovencita ha declarado la guerra a lo político.
Y para terminar, la Jovencita ha declarado la guerra a la guerra.
VIII. La Jovencita contra el comunismo
La Jovencita privatiza todo lo que toma. Así, para ella, un filósofo no es un filósofo, sino un objeto erótico extravagante; del mismo modo que, para ella, un revolucionario no es un revolucionario, sino bisutería.
La Jovencita es un artículo de consumo, un dispositivo de mantenimiento del orden, un productor de mercancías sofisticadas, un propagador inédito de los códigos espectaculares, una vanguardia de la enajenación y también un entretenimiento.
El sí que la Jovencita da a la vida no expresa más que su odio sordo vis-à-vis a lo que es superior al tiempo.
Cuando la Jovencita habla de comunidad, piensa siempre en última instancia en la comunidad de la especie, e incluso en la de los seres vivos al completo. Jamás en una comunidad determinada: estaría necesariamente excluida de ella.
Incluso cuando cree comprometer todo su “yo” en una relación, la Jovencita se engaña, pues le falta comprometer también su Nada. De ahí su insatisfacción. De ahí sus “amig@s”.
Puesto que descubre el mundo con los ojos de la mercancía, la Jovencita no ve en los seres más que lo que tienen de semejante. Y a la inversa, considera como lo más personal aquello que en ella es lo más genérico: el coito.
La Jovencita quiere ser amada por ella misma, es decir, por aquello que la aísla. Por eso mantiene siempre, y hasta el fondo de su culo, la distancia de evaluación.
la Jovencita resume ella sola la nada, la paradoja y la tragedia de la visibilidad.
La Jovencita es el vehículo privilegiado del darwinismo social-mercantil.
La continua persecución del coito es una manifestación de la mala substancialidad. Su verdad no ha de buscarse en el “placer”, el “hedonismo”, el “instinto sexual” o en cualquiera de esos contenidos existenciales que el Bloom ha vaciado tan definitivamente de sentido, sino más bien en la furibunda búsqueda de un vínculo cualquiera con una totalidad social devenida inaccesible. Se trata aquí de darse un sentimiento de participación mediante el ejercicio de la actividad más genérica que exista, aquella que esté más íntimamente ligada a la reproducción de la especie. Ésta es la razón por la que la Jovencita es el objeto más corriente y más socorrido de dicha persecución, pues ella es la encarnación del Espectáculo, o cuando menos aspira al título.
De escuchar a la Jovencita, la cuestión de los fines últimos sería superflua.
En términos generales, todas las malas sustancialidades cuentan espontáneamente con el favor de la Jovencita. Algunas, sin embargo, cuentan con su preferencia. Así ocurre con todas las pseudo-identidades que pueden sacar provecho de un contenido “biológico” (la edad, el sexo, la talla, la raza, las medidas, la salud, etc.).
La Jovencita postula una irrevocable intimidad con todo lo que comparte su fisiología. Su función es, pues, mantener la llama moribunda de todas las ilusiones de inmediatez sobre las cuales el Biopoder viene en lo sucesivo a respaldarse.
La Jovencita es la termita de lo “material”, la maratoniana de lo “cotidiano”. La dominación ha hecho de ella la portadora privilegiada de la ideología de lo “concreto”. La Jovencita no se contenta con enloquecer con lo “no complicado”, lo “simple” y lo “vivido”; juzga además que lo “abstracto” o lo “complejo” son males que sería juicioso erradicar. Pero eso que ella llama lo “concreto” es en sí mismo, en su feroz unilateralidad, la cosa más abstracta. Se trata más bien del escudo de flores marchitas tras el cual surge aquello por lo que ella ha sido concebida: la negación violenta de lo metafísico. Ante aquello que la supera, la Jovencita no sólo enseña los dientes, sino una boca repleta de colmillos llenos de rabia. Su odio hacia todo lo que es grande, hacia todo lo que no está al alcance del consumidor, no tiene medida.
La Jovencita tiene lo “concreto” para no sucumbir al sentimiento metafísico de su nada.
“El mal es lo que distrae.” (Kafka)
El “amor a la vida” del que la Jovencita formula tanta gloria es sólo, en realidad, su odio al peligro. Con él no profesa más que su determinación para mantener una relación de inmediatez con lo que ella llama “la vida” y que, hay que precisarlo, designa tan sólo “la vida en el Espectáculo”.
De entre todas las aporías cuya pretenciosa acumulación conforma la metafísica occidental, la más duradera parece ser la constitución por repudio de una esfera de la “nuda vida”. Habría, por debajo de la existencia humana cualificada, política y presentable, toda una esfera abyecta, indistinta e incualificable de la “nuda vida”; la reproducción, la economía doméstica, el mantenimiento de las facultades vitales, el apareamiento heterosexual o incluso la alimentación, cosas todas ellas que se han asociado, en la medida de lo posible, a la “identidad femenina”, confluirían en este pantano. Las Jovencitas no han hecho más que trastornar los signos de una operación que han dejado inalterada. Y así han forjado una especie muy curiosa de común que UNO debería llamar ser-para-la-vida si UNO supiera que lo común de la metafísica occidental fue tardíamente identificado al ser-para-la-muerte. Hasta tal punto y así de bien se han persuadido las Jovencitas de estar unidas en lo más profundo de sí mismas por la fisiología, la cotidianidad, la psicología, los chismes de alcoba y el se. El reiterado fracaso tanto de sus amores como de sus amistades no parece bastar para abrirles los ojos ni para hacerles ver que es esto, precisamente, lo que las separa.
La Jovencita opone a la finitud el hormigueo de sus órganos. A la soledad, la continuidad de lo viviente. Y a la tragedia de la exposición, la idea de que es bueno notarse.
Al igual que los seres que son sus límites, las relaciones que se entablan en el Espectáculo están tan privadas de contenido como de sentido — incluso si la falta de sentido, tan fácilmente constatable a lo largo de toda la vida de la Jovencita, la volviera insensata; pero no, no hace otra cosa que dejarla en su estado de absurdidad definitiva. Su establecimiento no está dictado por un uso real cualquiera —las Jovencitas, hablando con propiedad, no tienen nada que hacer juntas— o por un gusto, aunque fuera unilateral, de una por otra —ni siquiera sus gustos son suyos—, sino por la simple utilidad simbólica, que hace de cada miembro de la pareja un signo de la felicidad del otro, completitud paradisíaca que el Espectáculo tiene como misión redefinir sin cesar.
De forma completamente natural, al convertirse en un argumento de la Movilización Total, la seducción ha tomado la forma de una entrevista de trabajo y el amor, de una suerte de contratación mutua y privada, de duración indeterminada para los más favorecidos.
“¡No te compliques!”
No hay traición que la Jovencita esté dispuesta a castigar más severamente que la de la Jovencita que deserta el Cuerpo de las Jovencitas, o pretende liberarse de él.
La actividad esencial de la Jovencita no consiste únicamente en separar lo “profesional” de lo “personal”, lo “social” de lo “privado”, lo “sentimental” de lo “utilitario”, lo “razonable” del “delirio”, lo “cotidiano” de lo “excepcional”, etc., sino sobre todo en encarnar en su “vida” dicha separación.
Por mucho que la Jovencita hable de la muerte, concluirá invariablemente que, después de todo, “es la vida”.
La Jovencita “ama la vida”, por lo que hay que entender que odia toda forma-de-vida.
La Jovencita es como cualquiera que habla de “amor” en una sociedad que hace todo para que sea definitivamente imposible: miente al servicio de la dominación.
La “juventud” de la Jovencita no designa sino un cierto empecinamiento en la denegación del ser-para-la-muerte.
El culo de la Jovencita es una aldea global.
Cuando ella habla de “paz” y de “felicidad”, el rostro de la Jovencita es el de la muerte. Posee la negatividad, no del espíritu, sino de lo inerte.
La Jovencita dispone de una singular conexión con la nuda vida, bajo todas sus formas.
La Jovencita ha reescrito enteramente el título de los pecados capitales. En la primera línea, ha caligrafiado con mucho mimo: “La soledad”.
La Jovencita bucea a pulmón libre en la inmanencia.
IX. La Jovencita contra sí misma: la Jovencita como imposibilidad
Que el Espectáculo habría realizado por fin la absurda concepción metafísica según la cual toda cosa procedería de su Idea y no lo contrario, constituye una visión superficial de las cosas. En la Jovencita, vemos bien cómo se obtiene una realidad tal que parece no ser sino la materialización de su concepto: se le amputa todo lo que la vuelve singular hasta hacerla semejante en indigencia a una idea.
Es la extrañeza humana con respecto al mundo de la mercancía lo que persigue sin descanso a la Jovencita y constituye la amenaza suprema para ella, “amenaza que puede muy bien ir fácticamente unida a una completa seguridad y a una completa ausencia de necesidades en el orden de las preocupaciones cotidianas” (Heidegger). Esta angustia, que es el modo de ser fundamental de quien ya no logra habitar su mundo, es la verdad central, universal y oculta de los tiempos de la Jovencita, así como de la Jovencita misma; oculta, porque en la mayoría de las ocasiones solloza sin parar, lejos de todas las miradas, herméticamente encerrada en su casa. Para la que roe la nada, esa angustia es otro nombre de esa soledad, de ese silencio y de ese disimulo, que son su condición metafísica, a la cual finalmente tiene tanta dificultad para hacerse.
En el caso de la Jovencita, como en el de todos los demás Bloom, el hambre de diversión hunde sus raíces en la angustia.
La Jovencita es unas veces la nuda vida, y otras la muerte vestida. De hecho, ella es lo que mantiene a las dos constantemente juntas.
La Jovencita está cerrada sobre sí misma; al principio es algo que fascina, pero después empieza a pudrirse.
La anorexia se interpreta como un fanatismo del desapego que, ante la imposibilidad de toda participación metafísica en el mundo de la mercancía, busca el acceso a una participación física en éste, y por supuesto fracasa.
“La espiritualidad, ¿nuestra nueva necesidad? ¿Hay en cada uno de nosotros un místico que se ignora?”
El interés no es más que el motivo aparente de la conducta de la Jovencita. En el acto de venderse es de hecho ella misma la que quisiera quedar saldada o cuando menos que se la saldara. Pero esto es algo que nunca ocurre.
La anorexia expresa entre las mujeres la misma aporía que se manifiesta entre los hombres bajo la forma de una persecución del poder: la voluntad de dominio. Sólo que, debido a una codificación cultural patriarcal más severa para las mujeres, la anoréxica traslada a su cuerpo la voluntad de dominio que no puede imponer al resto del mundo. Una pandemia semejante a la que en nuestros días constatamos entre las Jovencitas sobrevino en plena Edad Media entre los santos. Al igual que la Jovencita anoréxica opone al mundo que quisiera reducirla a su cuerpo su soberanía con respecto a este, la santa oponía a la mediación patriarcal del clero su comunicación directa con Dios, y a la dependencia donde que se la quería mantener su independencia radical con respecto al mundo. En la santa anorexia, “la eliminación de las exigencias físicas y de las sensaciones vitales —la fatiga, las pulsiones sexuales, el hambre, el dolor— permite al cuerpo proezas heroicas y al alma comunicarse con Dios” (Rudolph Bell, La santa anorexia) En nuestros días, en los que el cuerpo médico ha sustituido al clero tanto en el orden patriarcal como en la cabecera de la Jovencita anoréxica, las tasas de curación de lo que apresuradamente se llama “anorexia mental” son todavía excepcionalmente bajas, a pesar de un encarnizamiento terapéutico que, ahora como entonces, resulta de lo más consecuente; y la tasa de mortalidad cae, en unos cuantos países, por debajo del 15%. Y es que la muerte de la anoréxica, ya sea santa o “mental”, no hace más que sancionar la victoria final de ésta sobre su cuerpo, sobre el mundo. Como en la embriaguez de una huelga de hambre llevada a su término, la Jovencita encuentra en la muerte la afirmación última de su desapego y su pureza. “Las anoréxicas luchan contra el hecho de verse reducidas a la esclavitud, de ser explotadas y no llevar la vida de su elección. Prefieren privarse del alimento antes que continuar una vida de compromisos. A lo largo de esta búsqueda ciega de su identidad y del sentimiento de sí mismas, no aceptan nada de lo que sus padres o el mundo que las rodea puedan ofrecerles… [en] la anorexia mental auténtica o típica, lo que las enfermas quieren principalmente es luchar por adquirir el dominio de sí mismas, su identidad, por hacerse competentes y eficaces.” (Bruch, Eating Disorders) “De hecho —concluye el epílogo de La santa anorexia— la anoréxica podría representar una caricatura trágica de la mujer liberada, autónoma, pero incapaz de intimidad, impulsada por la idea del poder y la dominación.”
Hay sin duda una objetividad de la Jovencita, pero ésta es una objetividad ficticia. La Jovencita no es sino una contradicción que ha quedado fijada en una inmovilidad sepulcral.
Diga lo que diga, no es el derecho a la felicidad lo que está denegado a la Jovencita, sino el derecho a la desgracia.
Cualquiera que sea la felicidad de la Jovencita en cada uno de los aspectos separados de su existencia (trabajo, amor, sexo, ocio, salud, etc.), ella debe seguir siendo esencialmente desgraciada precisamente porque esos aspectos están separados. La desgracia es la tonalidad fundamental de la existencia de la Jovencita. Lo cual está bien. La desgracia empuja a consumir.
El sufrimiento y la desgracia intrínsecos a la Jovencita demuestran la imposibilidad de un fin cualquiera de la Historia, en el sentido de que los hombres se contentarían con ser la más inteligente de las especies animales, renunciando a toda consciencia discursiva, a todo deseo de reconocimiento, a todo ejercicio de su negatividad; la imposibilidad, en una palabra, del american way of life.
Cuando oye hablar de negatividad, la Jovencita llama a su psicólogo. Por lo demás, dispone de toda suerte de palabras para no hablar de metafísica cuando ésta tiene el mal gusto de hacerse oír con demasiada claridad: “psicosomático” es una de ellas.
Como el maniquí en que, forzosamente, en uno u otro momento, ha soñado con convertirse, la Jovencita aspira a una inexpresividad total, a una ausencia extática, pero la imagen se mancha al encarnarse, y la Jovencita no logra más que expresar la nada, la nada viviente, bulliciosa y supurante, la nada húmeda; y esto hasta el vómito.
El cyborg como fase superior e INMUNODEFICIENTE de la Jovencita.
La Jovencita se deprime porque quisiera ser una cosa como las otras —es decir, como las otras vistas desde el exterior— y no lo consigue; porque quisiera ser un signo y circular sin fricciones en el seno del gigantesco metabolismo semiocrático.
Toda la vida de la Jovencita coincide con lo que ella quiere olvidar.
La aparente soberanía de la Jovencita es igualmente la absoluta vulnerabilidad del individuo separado, la debilidad y el aislamiento que en ninguna parte encuentran ni el amparo, ni la seguridad, ni la protección que parecen buscar por todos lados. Y es que la Jovencita vive continuamente “pisándose los talones”, o sea: presa del miedo.
La Jovencita nos ofrece el auténtico enigma de la servidumbre feliz, en el que no conseguimos creer. Misterio del esclavo radiante.
La persecución de la felicidad resume, como su efecto pero también como su causa, la desgracia de la Jovencita. El frenesí de apariencia de la Jovencita manifiesta una sed de sustancia que no encuentra en ninguna parte dónde saciarse.
Ni toda la elegancia de la Jovencita consigue nunca hacer olvidar su indestronable vulgaridad.
“¡Todos bellos, todos orgánicos!”
La Jovencita quiere el mejor de los mundos; desgraciadamente, el “mejor de los mundos” no es posible.
La Jovencita sueña con un cuerpo que sería una pura transparencia ante las luces del Espectáculo. En todo ella desearía no ser nada más que la idea que se tiene de ella.
La frigidez es la verdad de la ninfomanía, la impotencia la del donjuanismo, la anorexia la de la bulimia.
Pues en el Espectáculo, en el que la apariencia de la felicidad funciona también como condición sine qua non de ésta, el deber de simular la felicidad constituye la fórmula de todo sufrimiento.
La inexistencia traslúcida de la Jovencita testimonia la falsa trascendencia que ella encarna.
Lo que demuestra la Jovencita es que no hay superficie bella sin una profundidad terrible.
La Jovencita es el emblema de una angustia existencial que se expresa en el sentimiento inmotivado de una inseguridad permanente.
El Espectáculo consiente en hablar de la miseria sexual, para estigmatizar la incapacidad de los hombres a intercambiarse como mercancías perfectas. Es cierto que la obstinada imperfección del mercado de la seducción da motivos para preocuparse.
La anoréxica desprecia las cosas de este mundo de la única forma que puede hacerla más despreciable que ellas.
Como tantas otras de nuestras desgracias contemporáneas, la Jovencita ha tomado la metafísica occidental al pie de sus aporías. Y en vano intentará darse forma en cuanto nuda vida.
La extrema magnitud de la impotencia masculina, de la frigidez de las mujeres o incluso de la sequedad vaginal se interpretan de forma inmediata como contradicciones del capitalismo.
La anorexia expresa, sobre el propio terreno de la mercancía, el más inmoderado de los ascos contra ella y también contra la vulgaridad de toda riqueza. En todas sus manifestaciones corporales, la Jovencita significa la rabia impaciente por abolir la materia y el tiempo. Es un cuerpo sin alma que se sueña alma sin cuerpo.
“La anorexia de Catalina de Siena fue una consecuencia de su voluntad de dominar las exigencias de su cuerpo, que ella veía como un obstáculo abyecto para su santidad” (Rudolph Bell, La santa anorexia)
En la anorexia hay que ver bastante más que una patología de moda: el deseo de liberarse de un cuerpo enteramente colonizado por la simbólica mercantil, el deseo de reducir a polvo una objetividad física de la que la Jovencita ha sido completamente desposeída. Pero esto, finalmente, no lleva más que a hacerse un nuevo cuerpo a partir de la negación del cuerpo.
En la Jovencita anoréxica se da, como en el ideal ascético, ese odio a la carne, y el fantasma de resolverse tendencialmente en lo físico puro: el esqueleto.
La Jovencita está aquejada de lo que podría llamarse “complejo de ángel”: aspira a una perfección que consistiría en ser sin cuerpo. La unilateralidad de la metafísica mercantil puede leerse en su báscula.
La anoréxica busca a su manera el absoluto, es decir que busca el peor de los absolutos de la peor de las maneras.
El deseo del Bloom, y por consiguiente el de la Jovencita, no se refiere a cuerpos, sino a esencias.
La absoluta vulnerabilidad de la Jovencita es la del comerciante, al que cualquier fuerza incontrolada pueda arrebatar su mercancía.
La Jovencita es una criatura “metafísica” en el sentido adulterado, moderno del término. No sometería su cuerpo a semejantes pruebas, a tan crueles penitencias, si no luchara contra él como contra el demonio, si no quisiera someterlo por completo a la forma, al ideal, a la perfección muerta de la abstracción. Al final de cuentas, dicha metafísica no es más que el odio hacia lo físico, concebido como simple más-acá de lo metafísico, claro está.
“¿Cómo vestirse orgánico [bio]?”
La Jovencita es la última tentativa de la mercancía para superarse a sí misma, pero fracasa lamentablemente.
X. Acabar la Jovencita
La Jovencita es una realidad tan masiva y fiable como el Espectáculo.
Como todas las formas transitorias, la Jovencita es un oxímoron. Ella es así el primer caso de ascetismo sin ideal o de penitencia materialista.
Cobardemente abnegados a los caprichos de la Jovencita, hemos aprendido a despreciarla obedeciéndola.
La actual miseria sexual no se asemeja en nada a la del pasado, ya que son en adelante unos cuerpos sin deseo quienes arden por no poder satisfacerlos.
En el curso de su desarrollo metastático, la seducción ha perdido en intensidad lo que ganaba en extensión. Nunca el discurso amoroso ha sido tan pobre como en el momento en que todo el mundo se ha visto en la obligación de cantar sus alabanzas, y de comentarlo.
La Jovencita no tiene el rostro de una muerta, como podría llevar a pensar la lectura de las revistas femeninas de vanguardia, sino de la muerte misma.
Todo el mundo busca venderse, y nadie lo logra de forma convincente.
Contrariamente a lo que podría parecer al primer vistazo, el violador no está lidiando con un hombre o una mujer, sino con la sexualidad misma en cuanto instancia de control.
Al irrumpir, el cuerpo desnudo de la Jovencita pudo producir una sensación de verdad. Desde entonces, busca uno en vano semejante poder en cuerpos que, sin embargo, cada vez son más jóvenes.
Los encantos que ya no encontramos en la Jovencita dan la medida exacta de lo que ya conseguimos liquidar en ella.
La cuestión no es la emancipación de la Jovencita, sino más bien la emancipación con relación a la Jovencita.
En algunos casos extremos, se verá a la Jovencita dirigir la nada que la habita contra el mundo que la ha producido así. El puro vacío de su forma y su profunda hostilidad hacia todo lo que es, se concentrarán en bloques explosivos de negatividad. Tendrá que arrasar todo lo que la rodea. La extensión desértica que hace las veces de su interioridad arderá por reducir cualquier punto del Imperio a una igual desolación. “Denme una bomba, es preciso que muera”, exultaba el siglo pasado una nihilista rusa, suplicando que se le confiara el atentado-suicida contra el Gran Duque Sergio.
Para la Jovencita, al igual que para el hombre de poder —que, por otro lado, se corresponden rasgo por rasgo, si es que no coinciden—, la desubjetivación no puede permitirse el lujo de un colapso, un colapso en sí mismo. Lo desnivelado de la caída no hará sino medir el marcado abismo entre la amplitud del ser social y el extremo raquitismo del ser singular; o sea, finalmente, la pobreza de la relación consigo mismo. Pero asimismo se da en la indigencia del uno toda la potencia que hace falta para el acabamiento del otro.
“Mas me era preciso despejar ese nimbo con el que el hombre pretende aureolar esa otra figura femenina que es la jovencita aparentemente inmaterial y despojada de toda sensualidad, revelando que es precisamente del mismo tipo que la madre y que la virginidad le es, por definición, tan ajena como a la cortesana. E incluso el análisis muestra que al propio amor maternal no se le asocia ningún mérito moral particular.” (Otto Weininger, Sexo y carácter)
Raramente una época estuvo tan violentamente agitada por los deseos, pero también raramente el deseo fue tan vacío.
La Jovencita hace pensar en la monumentalidad de las arquitecturas platónicas de las que se han cubierto estos tiempos y que no dan sino una idea muy pasajera de la eternidad, pues ya comienzan a agrietarse. Puede darse también el caso de que haga pensar en otra cosa, pero entonces se trata, invariablemente, de un pocilga.
“Podría también aniquilar el modernismo de la colegiala, rellenándola con elementos ajenos y heterogéneos, mezclándola con todo.” (Gombrowicz, Ferdydurke)
Bajo el aparente desorden de los deseos del Cuartel Babilonia, reina soberanamente el orden del interés. Pero el orden del interés mismo no es más que una realidad secundaria que no tiene su razón de ser en sí misma, sino en el deseo del deseo que se encuentra en el fundamento de toda vida fallida.
Las mutaciones en el seno de la figura de la Jovencita siguen de forma simétrica las evoluciones del modo de producción capitalista. Así hemos pasado, poco a poco, en los últimos treinta años, de una seducción de tipo fordista, con sus lugares y momentos designados, su forma-pareja estática y protoburguesa, a una seducción de tipo posfordista, difusa, flexible, precaria y desritualizada, que ha extendido la fábrica de la pareja a la totalidad del cuerpo y del espacio-tiempo social. En este estadio particularmente avanzado de la Movilización Total, cada cual está llamado a mantener su “fuerza de seducción”, que ha sustituido a la “fuerza de trabajo”, de tal forma que en cualquier instante se le pueda dar de baja y, en cualquier instante, se le pueda volver a contratar en el mercado sexual.
La Jovencita mortifica su cuerpo para vengarse del Biopoder y de las violencias simbólicas a las que el Espectáculo le somete.
Los trastornos que la Jovencita presenta de forma cada vez más masiva revelan, bajo su aspecto pasado de inquebrantable positividad, el goce sexual como el más metafísico de los goces físicos.
“Algunos fabrican revistas sofisticadas, modernas, “de tendencia”. Nosotros hemos conseguido une revista sana, fresca, oxigenada, salpicada de cielos azules y campos orgánicos, una revista más verdadera que la naturaleza.”
La Jovencita está enteramente construida, y es por esto que puede ser enteramente destruida.
Sólo en el sufrimiento es amable la Jovencita. Salta a la vista aquí una potencia subversiva del trauma.
El éxito de la lógica mimética que ha llevado a la Jovencita hasta su actual triunfo conlleva también la necesidad de su extinción. Y finalmente, será la inflación de Jovencitas lo que con mayor seguridad merme la eficacia de cada una de ellas.
La teoría de la Jovencita participa de la formación de una mirada que sabe odiar el Espectáculo dondequiera que se oculte, es decir, dondequiera que se exponga.
¿Quién, además de los últimos abobados que quedan, puede todavía emocionarse seriamente ante “la la astucia y la cautela con las que sabe insinuarse en el corazón de la Jovencita, y de ese dominio absoluto que logra imponerle, en resumen, el carácter fascinante, calculado y metódico de la seducción”? (Kierkegaard)
DONDEQUIERA QUE LA MERCANCÍA NO ES AMADA, TAMPOCO LO ES LA JOVENCITA.
La difusión de la relación de seducción al conjunto de las actividades sociales marca también la muerte de lo que de ella quedaba de vivo. La generalización de la simulación es lo que la vuelve también cada vez más manifiestamente imposible. Y llega entonces el momento de la mayor desgracia, en el que las calles se llenan de gozadores sin corazón, de seductores de luto por toda seducción, de cadáveres de deseos con los que no se sabe qué hacer.
Se trataría tanto de un fenómeno físico como de una pérdida de aura. Como si la electrización de los cuerpos que una intensa separación había engendrado se pusiera a comunicarse hasta desaparecer. De aquí saldría una nueva proximidad, y también nuevas distancias.
Un agotamiento total del deseo significaría tanto el fin de la sociedad mercantil, así como de toda sociedad.
el paisaje de un eros arrasado
“Como tesis general, los progresos sociales y los cambios de períodos se operan en razón directa de los progresos de las mujeres hacia la libertad.” (Fourier)
Cuando la Jovencita ha agotado todos sus artificios, aún le queda uno: renunciar a los artificios. Pero ése es verdaderamente el último.
Al convertirse en el caballo de Troya de una dominación planetaria, el deseo se ha despojado de todo aquello que lo flanqueaba en lo doméstico, lo hermético, lo privado. La condición previa para la redefinición totalitaria de lo deseable fue, en efecto, su autonomización de todo objeto real, de todo contenido particular. Al aprender a dirigirse hacia las esencias, ha devenido sin saberlo un deseo absoluto, un deseo de absoluto que nada terrestre puede ya satisfacer. Esta desatisfacción es la palanca central tanto del consumo como de su subversión.
Es de prever una comunización de los cuerpos.
El acontecer cotidiano de la Jovencita ¿todavía es algo evidente?
Se aprecian e incorporan las resistencias por hacer de lo cotidiano algo no conceptualizable!
Se aprecian e incorporan las resistencias por hacer de lo cotidiano algo no conceptualizable!