Así que los servicios de seguridad están empezando a otorgar más credibilidad a un perfil de Facebook que a la persona que supuestamente se esconde detrás de él. Ésta no es más que una señal de la porosidad que existe entre aquello que aún llamamos virtual y lo real. La datificación acelerada del mundo provoca que nuestras ideas sobre la separación entre el mundo real y el mundo online, entre la realidad y el ciberespacio, sean cada vez menos sostenibles. “Mira lo que hacen Android, Gmail, Google Maps, Google Search. Es lo mismo que hacemos nosotros: creamos productos sin los cuales las personas no pueden vivir”, dicen en Mountain View. Sin embargo, en los últimos años, la omnipresencia de dispositivos conectados en todo rincón de la vida ha disparado ciertos reflejos de supervivencia. Algunos dueños de bares, por ejemplo, han decidido prohibir el uso de los lentes Google Glass en sus establecimientos ―que, como resultado de la prohibición, se volvieron verdaderamente hip, hay que decirlo―. Están floreciendo más iniciativas como ésta, que animan a la gente a desconectarse ocasionalmente (un día a la semana, durante un fin de semana o un mes) para que tomen nota de su dependencia de los artefactos tecnológicos y vuelvan a experimentar el contacto auténtico con la realidad. Pero está claro que esos intentos suelen ser inútiles. Ese placentero fin de semana a orillas del mar, con la familia y sin smartphone, se vive como una experiencia de desconexión, es decir, como algo que desde el primer momento se pospone hasta un futuro momento de reconexión en el que la experiencia será compartida en internet.
Eventualmente, y a pesar de la creciente objetificación de la relación abstracta del hombre occidental con el mundo, debida al enorme complejo de aparatos y al universo de reproducciones virtuales que lo inunda, se reabre paradójicamente el camino hacia la presencia. Siguiendo este camino, que nos ha llevado a distanciarnos de todo, acabaremos por distanciarnos también de nuestro propio desapego. Y así la avalancha tecnológica terminará por restaurar nuestra capacidad de emocionarnos ante la existencia desnuda y sin pixeles de una madreselva. Habremos de requerir toda clase de pantallas interponiéndose entre la realidad y nosotros antes de poder reclamar nuestra comunidad con el brillo singular del mundo sensible, nuestra capacidad de asombro ante lo que está allí. Harán falta cientos de “amigos” con los cuales nada tendremos que ver, y que a la primera oportunidad nos pondrán likes en Facebook sólo para dejarnos en ridículo más adelante, para ser finalmente capaces de redescubrir el antiguo sabor de la amistad.
Después de haber fracasado en la creación de computadoras capaces de igualar a los seres humanos, ellos mismos se han propuesto empobrecer la experiencia humana hasta un punto en el que la vida puede confundirse con su modelo digital. ¿Somos capaces de visualizar el desierto humano que tuvieron que crear para hacer que la existencia en las redes sociales apareciera como algo deseable? Sucedió de la misma manera en que el viajero fue reemplazado por el turista, con el fin de hacer posible que éste pagara por ir a cualquier parte del mundo en forma de holograma mientras permanecía en su habitación. Pero aun la experiencia real más sutil hará pedazos la maldad que hay detrás de estas ilusiones. Será justamente esa pobreza de la cibernética lo que acabará derribándola al final.